Un Dios sorprendente

Una sencilla frase que expresa tanto y que promete aún más.

Permitir que Dios te sorprenda es fácil, pues todo lo que él ejecuta está plagado de una extraordinaria mezcolanza de prodigios y poder; virtudes que sobrepasan nuestro entendimiento. Lo triste es cuando nos acomodamos dejando que sus milagros pasen ante nuestros ojos sin prestarles atención, o simplemente, creyendo que son fruto de la casualidad.

Cuando ensombrecemos nuestra mirada ocultando ese brillo con el cual se han de mirar las cosas, los acontecimientos, eventos y seres, conseguimos que todo cuanto acontece alrededor nuestro pierda frescura y ante ello nos volvemos insensibles.

No quiero acostumbrarme a Dios. Quiero ser sorprendida por él en cada uno de mis momentos. Releer ese precioso pasaje de Mt 8:23-27; donde se nos narra cómo la tempestad se vuelve calma doblegada por su autoridad y sentir la misma emoción que cuando lo leí por vez primera, imaginándome las caras de los discípulos en la barca, atónitos ante un hecho tan sublime.

Quiero sorprenderme al oír en mi interior las voces de las mujeres que gozosas abandonaban la tumba y anunciaban que Jesús había resucitado.

Cuando nos habituamos a sus señales y milagros viéndolos cual cosa rutinaria, acabamos renunciando a la admiración y la sorpresa, soltamos de la mano a la ingenuidad, a esa párvula capacidad para ver el lado más mágico de lo trivial y seguimos el camino de lo cotidiano, de lo palpable, de aquello que no admite modificaciones y a lo que muchos se aferran como tabla de salvación en sus naufragios diarios.

Ansío que Dios me asombre con hechos comunes, con situaciones casuales, en cada escena de mi existencia. Invitarle siempre a que pose sus dedos de gracia sobre mí y me haga recordar que él es el Dios de lo imposible. Y así, asombrada, admirar con entusiasmo la vida, sin dejar que la crudeza de la realidad mitigue esa capacidad de fascinación de la que siempre hago alarde.