Las historias de Samir

Las historias escuchadas en tu infancia quedan grabadas en la memoria con la imborrable tinta del recuerdo. De todas las que me contaba aquel anciano ciego recuerdo una muy especial, o al menos a mí siempre me lo pareció.

Dicha historia hablaba de un jardinero que poseía un enorme y envidiado jardín. Ese hombre cuidaba con sumo esmero aquel trozo de tierra donde plantaba y recolectaba flores preciosas.

Cada día, con herramientas de labranza, sometía su tierra a un movimiento constante, doloroso, pero que producía beneficiosos resultados.

Un día, contaba Samir, aquel hombre descubrió como una pequeña flor se abría paso entre el enorme rosal, era una florecilla pequeña y aparentemente fea, el jardinero volcó su regadera y regaló a aquella flor una lluvia fresca de agua.

Desde aquel momento, todos los días contemplaba los esfuerzos que la flor hacía por crecer, enseñándoles a las demás flores que la constancia y el esfuerzo hacen vivificar los espíritus más débiles.

Cuando los viandantes pasaban frente al jardín, se quedaban mirando la alfombra multicolor que tapizaba la entrada de aquella casa, algunos preguntaban al jardinero cual era el secreto para que su jardín luciera tan hermoso.

Este hombre humildemente contestaba: Yo les doy a las flores mi cariño, mi tiempo y mis cuidados, y ellas a cambio me regalan, su belleza, aroma y lecciones que poner en práctica.

El viejo Samir no sólo era un contador de historias, además de contarlas las vivía, y es que para un hombre invidente las narraciones eran una fuente de luz que iluminaba su oscuridad.

Decoraba sus relatos con largas pausas que te hacían presagiar lo peor, lo mejor, entonando cada frase con vehemencia, poniendo música a sus palabras. Asiduamente recibía sus regalos hablados: historias, versos, divertidas anécdotas, siempre pulidas por su acento marroquí que aportaban un toque de exotismo a cualquiera de sus frases.

A veces recuerdo aquellas tardes con sobrecogedora añoranza, con envidia, contemplando el ayer con suma nostalgia.

Samir se fue, pero sus historias aún permanecen, han quedado grabadas en esa parte de mí donde no tiene cabida el olvido. Las evoco y hago uso de ellas cuando en alguna reunión de amigos nos ponemos melancólicos y los presentes apelamos a los recuerdo para amenizar la velada. Entonces, siempre recurro a Samir, desempolvo sus relatos y los hago míos. Por unos instantes, mientras les doy forma, hago que Samir vuelva a estar vivo, lo traigo hasta el presente haciéndolo partícipe de la reunión. Reconozco que ese viejo maestro nunca ha dejado de enseñarme.