Mi último día

Comenzaría ausentando la continua autocrítica y por una vez viviría sin someterme a ese juez injusto y exigente que me desestima oscureciendo las virtudes que existen en mí.

Disfrutaría del aire, de la lluvia, del sol. Observando con ojos transformados la necesidad de quienes viven sin conocer al creador de todo ello. Sin temor saldría a la calle y hablaría de él, sonriendo a la gente, en especial a los de ceño fruncido, sin importarme lo que pudieran pensar.

Saborearía el calor amigo con la intensidad del primer encuentro, de las primeras charlas que nos dieron a conocer, y les regalaría el mejor consejo: “Ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”

Las discusiones, las preocupaciones, la queja, el descontento quedarían guardadas en un cajón del que después de cerrado lanzaría lejos la llave, para que en mi ausencia nadie volviese a hacer uso de lo allí oculto.

Sería más dulce, atenta, comprensiva, tierna, segura, capaz.

Y sin malgastar un segundo abrazaría, besaría, lloraría, todo ello sin remilgos, con toda la sencillez y humildad con la que pudiera expresarme, sin fingimiento, clara y sincera.

Oiría las voces de quienes me aman, y saludaría con agrado a quienes me ignoran.

Si hoy fuese mi último día de vida, comprendería cuán absurdo es repetir frases hechas, ceñirse a cánones establecidos, vivir una vida ya trazada.

Discerniendo en mi último momento de lucidez, que la vida no es tan difícil, somos nosotros quienes nos empeñamos en complicarla.

Hoy puede ser mi último día de existencia. La diferencia está en que lo ignoro.

Aún así, me planteo vivir saboreando cada momento, reflejando; en la medida de mis posibilidades, el amor de Dios. Vertiendo agua fresca en vidas sedientas, porque quizá mañana ya no esté aquí y no desearía que mi persona hubiese pasado desapercibida entre los seres que me rodean.