Carmen Laforet fue uno de los grandes descubrimientos de la narrativa española de post-guerra. Aunque nació en Cataluña en 1921, vivió desde que tenía dos años en Canarias, hasta que volvió a Barcelona a los dieciocho, para estudiar Filosofía y Letras. Sus experiencias entonces están claramente reflejadas en su primer libro,
Nada, que obtuvo el prestigioso
Premio Nadal en 1944. Este deprimente cuadro de la oscura vida familiar de una estudiante en los primeros años del franquismo, conmocionó a la sociedad española, que se vio sorprendida por tan amargo relato, con el que se dio a conocer esta joven escritora. La novela fue llevada poco después al cine por Edgar Neville con gran éxito, siendo interpretada por la popular actriz Conchita Montes.
Ocho años tardó en aparecer su siguiente libro,
La isla y los demonios, ambientado en Las Palmas de su infancia y adolescencia. Otra historia familiar, interrumpida esta vez por la guerra civil. Sólo un volumen de relatos,
La llamada, antecede a
su tercera novela, La mujer nueva (1955) , que recibió el Premio Menorca y Nacional de Literatura en 1956. Laforet, que vivió en Madrid muchos años, no volvió a publicar ya ninguna obra desde su matrimonio, siendo uno de esos extraños casos de desaparición de una escritora, precisamente cuando más se reconocía su talento. Aunque su hijo es ahora conocido como un autor especialmente brillante, habiendo recibido muy buenas críticas por sus primeros libros, publicados en los años noventa.
LUTERO, ¿UN VIVIDOR?
La protagonista de La mujer nueva, Paulina Goya, está obsesionada por un libro que recuerda haber leído acerca de Lutero. Según él, el reformador pensaba “que el hombre es incapaz de subir lo que ha bajado, de remontar los caminos ya trillados por su cuerpo”. Ya que se entiende que Lutero “opinaba que todo tiene que hacerlo la gracia y de nada sirve la buena voluntad del hombre”. Esto ha quedado grabado mentalmente para esta mujer con tres imágenes que vio del reformador en el libro.
La primera es de cuando era fraile agustino, y se le ve “con una cara atormentada, ascética, casi, hermosa”. Pero la segunda era un cuadro “pintado en los tiempos en que estaba convencido ya de que el hombre no puede hacer nada para modificar su naturaleza ni para atraer a la gracia”. Por eso
se le antoja, “un buen burgués, confortable, gozador de la vida”. Y luego le ve ya al final como “un ser abotagado, casi monstruoso”.
Esto contrasta para ella con las tres fotos que ha visto de un convertido al catolicismo romano en Francia, que murió a principios del siglo XX en Africa, Charles de Foucauld. En la primera se le ve en su juventud elegante parisina como “el gordo Foucauld”. Es el rostro de alguien “algo blando y cínico y poco simpático”. Es un “gran gozador de la vida”. En su conversión muestra sin embargo “una cara interesante de hombre en lucha”. Pero la tercera es la “más espiritual, más ascética, inteligente y dulce que uno pueda imaginar”. Es en una palabra, “la cara de un santo”. Esto es la fe católica, para esta mujer, que nada tiene que ver con “la buena vida” de Lutero.
La actitud vitalista de Lutero nace efectivamente de su comprensión de la gracia divina, del hecho asombroso de descubrir que Dios ama a pecadores. Aquel monje vivía en su monasterio atormentado por el peso del pecado. Su carga aplastaba su conciencia, porque se veía incapaz de vencer el poder del pecado. Se sentía como atrapado y sin salida. ¿Cómo enfrentarse así a “la justicia de Dios”?. Entonces descubrió en
Romanos 1:16-17 la alegría del perdón, por la que un Dios misericordioso justifica al pecador sólo por la fe. “Esto me hizo inmediatamente sentir como si naciera de nuevo, y entrará en el paraíso con las puertas abiertas”, dice Lutero. “Desde aquel momento toda la Escritura apareció ante mí en una luz diferente”. Se dio cuenta que no podía ganar la aceptación de Dios. Es algo que recibimos gratuitamente.
¿NO IMPORTA ENTONCES, CÓMO VIVAMOS?
Lutero encontró en la Biblia que hay una diferencia entre la forma cómo nosotros nos vemos a nosotros mismos, y cómo Dios nos ve. “Los santos son siempre pecadores a sus propios ojos, y por lo tanto son justificados”, como él decía “extrínsecamente”. Mientras que “los hipócritas se ven siempre justos a sus propios ojos, y son por lo tanto también pecadores extrínsecamente”, para Dios. Ya que Dios considera al creyente como justo por la fe. Puesto que es por medio de la fe que uno es cubierto por la justicia de Cristo. Al confesar nuestros pecados en fe, estamos en una relación justa y correcta con Dios.
Somos desde nuestra propia perspectiva pecadores, pero desde el punto de vista de Dios somos justos. ¿Nos hace eso por lo tanto “vividores”?
La doctrina de la justificación lo que nos invita es a reconocer nuestra imperfección y pecado, al mismo tiempo que nos regocijamos en el propósito y poder de Dios para transformar la pobreza de nuestra naturaleza a imagen de Cristo Jesús. Lutero lo comparaba con alguien que está enfermo, y cree la palabra del médico que ha dicho que se curará totalmente. Sigue enfermo, pero obedece las órdenes del doctor, confiado en su completa recuperación. Es por eso que la iglesia es como un hospital, una comunidad de pecadores que reconocen su enfermedad, pero confían en la habilidad y cuidado del Médico para su restauración definitiva. Muchos nos alegramos por lo tanto de que Dios nos acepte tal y como somos, a pesar de ser tan impresentables.
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