Aprovecho este momento -aunque sea desde un artículo tan poco interesante como éste- para agradecer al director de esta revista -Pedro Tarquis- su valentía para contar conmigo así como ánimo para que un servidor no dejase de escribir semanalmente en Protestante Digital. Pero es que aunque sea una obviedad, no soy Paco Umbral. No lo soy por la evidente diferencia de calidad redactora ni porque dispongo del tiempo y del don de la continua creatividad que don Francisco y otros muchos articulistas poseen. Yo soy más limitado, de esos que necesitan de un largo rato para escribir un artículo, y eso es algo que -a día de hoy- mi trabajo, familia, responsabilidades en la iglesia local,
Delirante y otros menesteres no me permiten hacerlo de forma correcta. Y claro, si además no soy un gran escritor menos, aún menos puedo permitirme el lujo de acercarme a los lectores con prisas y de mala manera, por lo que la conclusión a la que llego es que, cual nominado de
Gran hermano, debo abandonar mi actual lugar en esta casa digital.
Siento utilizar mi último artículo semanal fijo para soltar este rollo, pero lo más correcto que me despida, dando la bienvenida al otro o a la otra que ocupe el sitio de
dlirios. No obstante, y aunque sea por dos veces al año, seguiré, Dios mediante, junto a José de Segovia, dirigiendo los
Suburbios, cuestión que aprovecho para anunciar que en enero habrá, por fin, nuevo número de esta revista de la AEE (Alianza Evangélica Española). Y para acabar, quiero cerrar mi despedida con uno de mis primeros artículos que redacté para esta revista y cuyo contenido viene al caso. Sin más, y con la esperanza de que quizás haya podido aportar algo bueno a alguien: hasta luego.
TRISTEZA Y ESPERANZA
A lo largo del día nadie me ha llamado. Ya es tarde y ni siquiera recuerdo si la jornada de hoy ha sido diferente a la de ayer. La mediocridad se sienta en el sofá para burlarse de mí. Abro la ventana y espero a que el milagro entre. Tiempo... tiempo... Nada ocurre. Tan sólo el desencanto que revolotea y se posa tras el cristal. Lleva ahí toda la tarde y no sé si está tarareando una canción de amor o si gime desgarrado de tristeza. Ni siquiera me he parado a pensar si no será tan sólo el eco de mi interior. Tampoco me apetece pensarlo porque la verdad es que me da lo mismo. Hojeo las noticias de siempre y me pregunto lo de siempre: ¿Dónde está la fe?, ¿dónde está la esperanza de un amor inocente que algún día nos absorba hasta cegarnos de nosotros mismos? Sé que en el fondo anda cerca, pues su murmullo es inconfundible.
Cansado de rutina, me asomo a la terraza y veo una humanidad en la calle Abominación. Es el mundo con todos dentro, donde los viandantes llevan mochilas con estatuilla dentro. Son deidades de barro con diversos nombres. El de la joven que pasa junto al bar lleva el rótulo de
Familia grabado en los píes de su Tótem principal. Pero, de inmediato, un delgado y sinuoso individuo vestido de negro y con guadaña roba su sueño y huye con el botín. La muchacha enloquece. La fragilidad de su fuerte se revela burlona y nadie la oye pues el ruido de la calle ahoga su hundimiento. No puedo creer lo que estoy viendo, pues a muchos otros también les están sustrayendo las figuras de barro cargadas en sus espaldas. ¿Será el maldito auge de la delincuencia o son ellos mismos quienes se roban entre sí? Todos corren inútilmente tras sus dioses; Trabajo… Dinero…Ocio… Autosuficiencia… ¡Uf! son tantos y tan pequeños que apenas leo sus nombres desde aquí… Parece que algunos pone Orgullo… Quedirán… Prejuicio... Miedo... Los letreros son tan difusos y efímeros…
Es curioso observar como ahora que se han quedado sin el peso que encorvaba sus castigados cuerpos se vean tan asustados e indefensos. ¿Pero qué está ocurriendo? Me fijo en que algunos ya no pueden andar y otros sólo ríen de forma macabra mientras miran a quienes caminan delante de ellos. También hay otros que, de repente, se han quedado ciegos como en la novela de Saramago. Desde aquí arriba observo estupefacto este circo de locos. Nunca antes había tenido una perspectiva tan nítida de mi mundo. Y si no bastarán tantas extrañezas, de repente me veo a mí mismo en la calle, junto a un kiosco comprando el
Marca.
Soy uno más. Ahora diviso como se me acerca un extraño individuo que llevaba rato tendiendo su mano a todo el que se cruzaba en su camino ¿Es otro demente más? Súbitamente miro desde abajo hasta sus ojos y no sé cómo, pero me encuentro. No sé cómo, pero sé que me conoce desde siempre. No me habla porque no hay nada que decir, pues simplemente produce confianza. Le sigo, y juntos conseguimos salir de aquella gélida avenida. Entramos en otra vía que nada tiene que ver con la calle que conocía. Resulta inútil describirla porque ningún adjetivo podría representar aquella majestuosa paz… ¡Vaya! ¡Adjetivé! Veo más calles. Compruebo que ninguna tiene nombre porque allí no se necesita señalar diferencias. No existen distinciones, ni barrio obrero, ni zona pija. Ni tampoco se percibe la tentación de la autodestrucción a la que vulgarmente llamamos
pecado. Lo mejor de todo es que Él está conmigo, cara a cara. Mi yo en ÉL y su Yo en mí. Sé que en ese momento nada nos puede hacer tambalear.
No sé que ha pasado, pero de repente me reconozco de nuevo en mi habitación frente a la ventana abierta que insolentemente deja pasar al frío de invierno, el lugar donde una caprichosa brisa acaba de esparcir todos mis escritos por el suelo. No sé bien cómo, pero todo lo acontecido aquella tarde fue más real aún que lo más auténtico. De algún modo que no consigo explicar sé que un día volveré al lugar donde las calles no tienen nombre. De momento, he vuelto a renovar mi confianza en un Dios que no es de arcilla ni susceptible de robo. El autor del amor podría ser su nombre. Es curioso, mi tristeza no se ha ido del todo, pero mi esperanza y confianza se han hinchado como gigantes de roca. Que curioso.
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