Woody Allen empieza su carrera como un cómico en la tradición judía norteamericana, basada en un humor de autoflagelación. Su obra adquiere un tono cada vez más agridulce en la época que inicia con
Annie Hall (1977). Pocos entendieron sin embargo su deseo de jugar a ser Ingmar Bergman en la película
Interiores (1978). La verdad es que el autor de
Manhattan conocía las películas del director sueco, desde que estaba en el instituto. Ya que en los años cincuenta era todavía bastante habitual encontrar muchas películas extranjeras en los cines de Nueva York.
Allen se inspiró para esta historia en las experiencias del pasado familiar de su atormentada esposa, la actriz Louise Lasser, cuya madre se suicidó, como el personaje de Eve, tras años de internamiento en un hospital psiquiátrico. Su hija en la ficción, como en la realidad, acabó enganchada a la cocaína. Lo mismo que el personaje de Lane (Mia Farrow) en
Septiembre (1987), Joey es un alma sensible y delicada, cuyo mayor sufrimiento es carecer de talento artístico. Es una honda y densa película, que nos presenta el drama de la vida, con toda su amargura.
CRIMEN Y CASTIGO
En 1989 escribe Woody Allen el guión de
Delitos y faltas, que ahora reedita
Tusquets en castellano. Estaba casado entonces con Mia Farrow, que le acompañaba con sus niños las vacaciones de verano, cuando escribía su “proyecto de otoño” (el nombre que recibe la película que hace cada año, hasta recibir un titulo al acabar el montaje). El personaje que iba a interpretar su esposa era al principio una asistente social que hacía de protagonista, pero se convierte luego en un papel secundario, como productora de televisión que hace un documental sobre un productor cínico y superficial (Alan Alda).
Los protagonistas son en realidad dos pares de hermanos: Judah, un oftalmólogo judío y Jack, un gángster, unidos por un crimen, que les enfrenta al rabino Ben y su hermano, el productor de televisión, en un dilema moral de claro carácter religioso.
Esta historia de crimen y castigo es el más claro antecedente de
Match Point (2005), en una filosofía existencialista que nos condena a una soledad irremediable. Judah (Martin Landau) es un agnóstico que dice que “siempre hay un destello de religión que subsiste, desde la época en que te la hicieron tragar siendo niño”. Una imagen de infancia nos presenta a su rabino enseñándole que hay un Dios que todo lo ve. Pero “¿es posible creer en Dios después del Holocausto?”, discute su familia, en la mesa de su casa. El final nos deja un sabor bastante amargo. El crimen queda impune, como en
Match Point, volviendo Judah a su vida confortable, tras una esposa amante, mientras el personaje de Allen ve a Mia Farrow sucumbir ante los encantos del despreciable productor de televisión. La ceguera del rabino está llena de sentido simbólico, mientras dejamos a los personajes bailando en la oscuridad…
LOS HERMANOS KARAMAZOV
El sueño de Casandra (2007) nos devuelve al escenario de un crimen y una fuerte crisis moral.
Esta extraña película es un desconcertante tratado sobre la culpa y la angustia del pecador, en el interior de una sociedad dominada por las apariencias, como la de
Match Point. No es una comedia negra con final ambiguo, sino un drama sórdido, en el que todos sus protagonistas acaban despeñándose por el precipicio. Los anti-héroes de este relato son dos hermanos como los Karamazov de Dostoievski. Ambos están tan obsesionados por el deseo de ascensión social, que intentan llevar a cabo una serie de negocios turbulentos que desembocan en la pendiente del crimen.
Terry y Blaine (Ewan McGregor y Collin Farrell) trabajan en un taller mecánico y un restaurante, pero pretenden deslumbrar a sus prometidas con un yate (el
Casandra del título). Sus múltiples fracasos económicos les llevan hasta un tío de América, que les propone ganar dinero a cambio de un asesinato. Allen construye el
film como un drama novelesco, que como la tragedia clásica, empieza contando los precedentes de los hechos, pero describe también su ambiente social y muestra la compleja psicología que esconden estos personajes de apariencia primaria. El asesinato sirve para desplazar el meollo del relato hacia el dilema moral. En su trama final, Allen confronta la falta de escrúpulos de Terry con la crisis de conciencia de Blaine.
EL DÍLEMA DE LA CULPA
La culpa se convierte para los personajes de Allen, como en las novelas de Dostoievski, en una auténtica tortura. Sus dilemas morales acaban enraizados en medio de un universo en el que la cuestión del pecado y la redención, estalla con una fuerza inusual. En una reciente carta al diario
New York Times, el autor de
Delitos y faltas escribe que “la verdad es que la cuestión es que cuando se disculpa la condición humana, mi mente va a cosas más profundas, como la falta de dirección espiritual que tiene el hombre, su terror existencial”. Allen dice: “El universo es otra cosa que me aterroriza, así como la aniquilación eterna, el envejecimiento, la enfermedad terminal, y la ausencia de Dios, en un vacío de hostilidad airada.
Allen cuenta en
Annie Hall la historia de un tipo que va al psiquiatra y le dice:
“Doctor, mi hermano está loco: Cree que es una gallina”. Y el médico le pregunta: “¿Por qué no le envía al manicomio?” El le contesta: “Lo haría, pero necesitamos los huevos”.
Para Allen, el mundo en que vivimos es totalmente injusto y absurdo, pero nos aferramos desesperadamente a él, a pesar de que la muerte burla todos nuestros intentos de dar a la vida significado. Pero hay otra muerte en la que está la esencia misma de la vida. Aquella en la que Jesús ofrece el amor de Dios por el hombre, dándonos el asombro de su perdón, por la sangre que cubre todo pecado. Su resurrección nos anuncia que ha triunfado la justicia, por la cual el crimen no quedará sin castigo…
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