Nos fastidia que no suceda así y acabamos pareciéndonos a ese Jacob que tan molesto luchaba contra el Ángel de Yavé.
Deseamos milagros de escándalo y nos frustramos cuando vemos lo que acontece en derredor y lo comparamos con lo que ocurría cuando Jesús caminaba por Palestina. Tal es el deseo de tener a Cristo tangible, aquí y ahora, que algunos están empeñados en resucitarlo mediante un proceso de clonación.
La existencia de grupos que pretenden clonar a Jesucristo a través del ADN alojado en la sangre de la Sábana Santa de Turín sorprende más por lo fútil del esfuerzo que por lo exótico de la pretensión. ¿Acaso piensan que el hipotético ser clonado será una resurrección de la misma persona clonada? No hay posibilidades técnicas ni biológicas de realizarlo, como tampoco es posible heredar la personalidad del clonado, y menos aún de sustraer el conocimiento y experiencia de vida del modelo a copiar.
Algunos especialistas en microbiología se han referido, sin fundamento, a “
la sangre de Cristo” cuando hablan del ADN alojado en el sínodo turinés o en el supuesto sudario de Cristo de Oviedo. Con todo, aunque se consiguiese clonar un humano a partir de aquellos restos, lo más que se podría constatar al respecto es la existencia de la sangre de un crucificado del siglo primero con los mismos síntomas físicos de la muerte de Cristo, pues
nunca se podrá rescatar el DNI, ni el nombre y apellidos de la persona (si es que la hubo) que grabó su imagen en la venerada sábana.
Lo que subyace detrás de estas sofisticadas intenciones es el deseo perennemente insatisfecho de obtener sobrecogedoras experiencias sobrenaturales que rompan con la rutina, pues anhelamos que los efectos especiales de la todopoderosa divinidad nos endulcen los sentidos para no vivir en aquello que llamamos fe.
Pero fijémonos en que
Jesús no realizó tantos milagros como algunos piensan. Para ser quien es, hizo pocos y, además, algunos a escondidas;
“no contéis nada de esto a nadie” (Marcos 9, 9) dijo el Cristo en alguna ocasión.
Es cierto que Cristo realizó milagros movido por misericordia y para demostrar su poder, para que muchos supieran que él era el Mesías. Pero en el fondo se resistía a manifestar su poder con continuidad;
“generación malvada y adúltera” (Lucas 11, 29) llegó a espetar el Maestro a quienes le pedían más y más milagros. Y lo cierto es que él pudo haber sanado a todos los enfermos de su época, y no sólo a los de Palestina sino también a los de África, La India, Groelandia, Malta, Las Islas Canarias, América…, etc., y sin embargo no lo hizo. También pudo hacer maravillas sobrenaturales ante Pilatos, en Getsemaní, en el desierto, en el Gólgota... y tampoco los hizo.
Llegará el día en el que todas las piezas encajen en el sitio al que cada una fue llamada. Llegará el momento en el que los milagros dejarán de existir porque el milagro será entonces la cotidianidad. Para el Tetris divino no se han creado piezas de injusticia, por lo que su Palabra promete un lugar donde
“ya no habrá más dolor” (Apocalipsis 21, 4).
Los milagros escasean en este mundo, pero haberlos haylos, aunque lo cierto es que nos golpean aquellos que no se producen como nos gustaría.
Y aunque no siempre sea lo que más queremos, la prioridad del toque de Cristo nos ha sido garantizado para la sanidad del alma, de la culpa y del sin sentido.
Por eso Dios no es Harry Potter, ni el Genio de Aladino, ni depende de la revitalización de sangre adherida a un trapo de envolver muertos. Nuestro Dios hace lo que quiere, que es simplemente lo correcto. Hace lo mejor, por lo que es probable que si viésemos más milagros correríamos el desgraciado riesgo de llegar a retirar la vista del propio hacedor. Y entonces estaríamos perdidos, pues ya si que no habría esperanza ni milagro.
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