Y es que es probable que sean muchos los cristianos que se han sentido decepcionados cuando otros creyentes de relevancia pública son destapados en actos de bajeza.
¿A cuántos nos ha defraudado un admirado líder religioso, cantante de alabanzas, deportista cristiano o escritor preferido? CS Lewis, tan cotidianamente inspirador, justificaba la práctica de la guerra y explicaba el por qué no era malo disparar y matar a quien formaba parte del otro bando. Quizás no todos los creyentes compartan el punto de vista de Lewis en éste y otros aspectos, pero no sería justo abocar al infierno al escritor irlandés por esta razón. Del mismo modo, es tristeza lo que siento cuando algunos lectores de esta revista
despellejan a los colaboradores por manifestar opiniones que quizás pudieran estar equivocadas.
Igual que cuando se producen los incomprensibles desastres naturales, la intrínseca mediocridad que alberga todo ser humano es un perenne anuncio de que la humildad está llamada a derrotar a la altanería, y quien así no lo entiende, simplemente sigue derrotado, pues también hay grandeza en la caída de los ídolos, ya que es grandeza porque las bajezas nos recuerdan que no existe ídolo sin pies de barro, pues del barro venimos todos.
El ser humano en general, y quizás el español en particular, es especialista en obviar una trayectoria ejemplar para pasar a la fase de condena y desprecio cuando el prójimo comete un error importante. Pero cuando nos toca recibir el vilipendio nos parece horrorosamente injusto, y a pesar de ello somos despiadados con el otro, con el del otro equipo de fútbol, con el de la otra familia, con el del otro partido político… con el otro en general.
¿Hemos aprendido el significado de la gracia divina? Cuando nos situamos ante los defectillos o manías de quien nos ama y nos ha ayudado en múltiples ocasiones nos sonreímos con cariño y decimos que Manolito o Valentina son así de peculiares, pero si esas actitudes incomodas vienen de alguien que no nos cae del todo bien, es entonces cuando somos capaces de provocar odios y divisiones irreparables. Ya no nos parece tan gracioso. Así somos; personas de principios y de justicia cuando quien nos toca las narices no es de nuestro clan y misericordiosos y cómplices cuando el mal viene de nuestro entorno de calor, riéndonos cuando a nuestro amigo le pitan por haber dejado el coche en doble fila, pero con la vena yugular hinchada cuando es nuestro coche el que lleva bloqueado diez minutos por culpa de
un cara.
Como evidencia de la condición sombría del ser humano son pocas las veces que tratamos a los demás del mismo modo en el que esperamos que nos aborden cuando nos equivocamos.
Por muy arrepentido que uno se encuentre, jamás he visto a un detenido esposado insultándose a sí mismo gritando como un poseso por el desagravio que ha cometido.
Pero el Jesús de los evangelios vuelve a desatar el escándalo, pues para él, “el segundo gran mandamiento es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos […] amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios” (Marcos 12, 31 y 33).
Desde luego, amar al otro no siempre tiene que ver con los sentimientos ni con el hecho de sentir cariño hacia quien naturalmente no lo tenemos. No va por ahí la cosa, pues cada uno de nosotros se ha sentido despreciable en algún momento de nuestra vida y no por ello nos arrojamos piedras. Más bien esperamos superar nuestra caída con ayuda ajena y esfuerzo propio, sabiendo que el desprecio y la autocompasión sin más no es la mejor de las salidas.
Por esta razón, amar al prójimo lleva implícita la acción de participar para que al otro le acontezca lo mejor, sabiendo que para hacerlo bien no es imprescindible sentir cariño sino comenzar por amarnos a nosotros mismos correctamente para, ahora sí, amar. Nada más grande.
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