La condena de la idolatría es el tema que más tinta ha hecho correr por los renglones bíblicos. Hoy, a menudo leemos y oímos discusiones acerca de si los fieles católicos adoran o veneran a las representaciones de Cristo, María o cualquier santo. La simplificación del asunto puede llevar a pensar a algunos que la idolatría afecta sólo a católicos y no a protestantes, pero quien esté libre de la tentación del pecado idolátrico que tire el primer tótem. Dejando de lado el culto al dinero, al sexo o a uno mismo, hoy existe un tipo de veneración religiosa muy similar a la denunciada por los antiguos profetas: el culto a individuos erigidos como sacerdotes intocables de los púlpitos, escenarios o
God channels de la TV de turno.
Cuando un individuo se convierte en ídolo es porque un grupo de personas lo asume de facto (porque no siempre se reconoce de boca o raciocinio) como un ser superior, infalible o
cuasinfalible, que vela por nosotros sin necesidad de control y protección por parte de sus seguidores. Por desgracia, existen pastores evangélicos –y no sólo el Papa de Roma– que se declaran revestidos de esta aura mientras rigen unas congregaciones que así lo aceptan. Pero la Escritura, incluso en los textos dirigidos específicamente a pastores, exhorta a “
todos”, sin excepción, a que anden “
sumisos unos a otros” (1 Pedro 5, 1-5). A pesar del sentido peyorativo que pueda desprendernos hoy el término
sumisión, lo cierto es que el uso en la Biblia de este vocablo a menudo transmite un énfasis de
consideración y de obligatoriedad de
“dar cuentas” como sano instrumento de protección y respeto entre los diferentes individuos, sean éstos quienes sean: “
Someteos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5, 20).
EL GOBIERNO RESPONSABLE DE LA IGLESIA
En el Nuevo Testamento no existe intención alguna de establecer un
único modelo divino que indique todos los detalles sobre cómo regir las congregaciones locales, razón que explica la existencia del gran número de variantes y matices entre los modelos de gestión de las iglesias de todo el mundo y de todos los tiempos. Basándonos en las Escrituras, simplemente podemos conocer o deducir algunas circunstancias sobre cómo se dirigían algunas de aquellas iglesias primitivas, aunque sí existen principios bíblicos de actuación para esta labor.
A lo largo de la historia, diversas denominaciones de contrastada solvencia espiritual han sostenido y sostienen diferentes sistemas de gobierno eclesiástico adaptados a su contexto. ¿Y cuál es el más conveniente para nuestra iglesia local? Al no haber un dogma al respecto, debemos considerar la ponderación y suma de criterios principalmente bíblicos, aunque también culturales, pues es natural que “
en Roma me comporte como romano” en el sentido antropológico de la frase, pues cada sociedad ve a Cristo con unas
gafas culturales
particularísimas que parten de las circunstancias sociales e históricas de los individuos que la componen y que deben ser tenidas en cuenta, pues si descontextualizamos nuestra forma de vida serán las maneras y tendencias de otra cultura u otro tiempo las que tomen el lugar para restarnos naturalidad y frescura como individuos sociales, espaciales y temporales. Los gobiernos de las iglesias del Nuevo Testamento no son ajenos a esta realidad, y como ejemplo de aquellas circunstancias podemos apuntar el hecho de que las congregaciones a las que Pablo se dirige no poseían consigo la revelación bíblica completa tal y como hoy la conocemos, siendo esto un factor importante a tener en cuenta para establecer un modo de liderazgo cristiano y específico para entonces.
CRITERIOS BÍBLICOS
A pesar de la importancia del factor cultural, es evidente que ningún modelo de gobierno adoptado debe ignorar, y muchos menos contradecir, los principios bíblicos. Con todo, debemos tener especial cuidado con las interpretaciones interesadas o descontextualizadas que podamos hacer de las Escrituras para justificar formas de liderazgo poco responsables. En este sentido, hay quienes avalan el gobierno dictatorial (aquel en el que el liderazgo apenas se somete a la congregación en cualquiera de las áreas de su responsabilidad) argumentando que en el Antiguo Testamento gobiernan unos ungidos llamados para el ministerio directamente por el mismo Yavé y sin someterse a control ni supervisión por parte del pueblo. Dejando aparte hechos como el designio popular de la monarquía y que algunos de los líderes del antiguo Israel fueron elegidos por el pueblo, es importante notar que en tiempos anteriores al sacrificio expiatorio de Cristo
sólo algunos de aquellos caudillos consideraban que tenían el Espíritu Santo y su dirección exclusiva sobre sí. Gracias a Dios, la situación ha cambiado radicalmente y ahora todos los hijos de Dios somos templo del Espíritu Santo, pues “el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (2 Corintios 1, 21-22). El Pueblo de Dios ya no
vive bajo los designios de un estado nacional como el Israel antiguo. Y no podemos obviar que en aquella nación algunas figuras como Moisés eran mucho más que pastores: eran principalmente líderes políticos de un país con territorio y leyes de estado. Como ya hemos apuntado, nuestro contexto desarrolla lo que la Escritura llama el “
sacerdocio universal” de todos los creyentes (1 Pedro 2, 9-10). En esta misma línea, la Escritura exige que
todos los hijos de Dios vivamos bajo un sometimiento mutuo aplicable a quienes no somos dioses, es decir, bajo un principio válido para todo ser humano.
Es importante realizar aquí un paréntesis para matizar que el desequilibrio en este proceder no sólo se produce cuando nos decantamos por una dictadura como gobierno sino también cuando se incurre en el lado opuesto, es decir, cuando se opta por un sistema de toma de decisiones que deposita casi toda facultad de iniciativa en la asamblea o congregación dejando al pastor como mero funcionario. No debemos olvidar el global de la revelación, pues no son pocos los textos que van en la línea de exhortación a la congregación para “
obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es provechoso” (Hechos 13, 17). No podemos confundir el necesario control al liderazgo con el despojamiento y desacatamiento de la autoridad pastoral otorgada sobre ellos por Dios. Tanto una cosa como la otra no acaban de congeniar con la enseñanza neotestamentaria.
Realizada esta matización, recuerdo cómo un pastor me contaba con satisfacción que él no presentaba ningún balance financiero eclesiástico a los fieles porque sólo “
daba cuentas a Dios”. Efectivamente, todos daremos cuentas a Dios de nuestros actos; pero
¿en qué lugar de la Biblia se invita a los responsables de iglesia a no ser transparentes y a evitar medidas de autoprotección contra la tentación y la corrupción? Respecto a las bases bíblicas para el control y participación de todos los hijos de Dios en las decisiones de la iglesia, la literatura cristiana inmediata al Nuevo Testamento ratifica la necesidad de algún tipo de sistema que constate la aceptación por parte de la congregación para la designación de quienes han de gobernar las iglesias locales. Clemente de Roma, quien escribe alrededor del año 100, cuenta cómo los pastores recibían sus nombramientos
"por medio del consentimiento de toda la congregación"(1). Con esta necesidad de reconocimiento popular se pretendía establecer un sistema de protección espiritual que evitase el abuso de poder o la imposición de gobernantes no reconocidos por pueblo en el que también mora el Espíritu Santo y que participa del sacerdocio universal. Este imprescindible sometimiento al que algunos líderes modernos renuncian se ve desarrollado en otros textos del Nuevo Testamento que veremos en el próximo artículo…
Continuará
(1) Clemente Romano. Carta a los corintios 44,3. En: Podrí Apostolice a cura di Antonio Quacquarelli. Roma: Cittá Nuova; 1981. p. 78.
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