De la Biblia también se desprende la responsabilidad para ejercer correctamente los diferentes roles familiares:
“hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten” (Colosenses 3, 20-21). “Honra a tu padre y a tu madre” (Éxodo 20, 12). También se nos ofrecen ejemplos como el de Job, quien cada día se levantaba temprano para santificar a sus hijos e interceder por cada uno de ellos delante de Yavé (Job 1, 5). Son lecciones de comportamiento que ponen contra la pared la lamentable figura del padre ausente, aquél que decide tener hijos pero que apenas se preocupa por ellos.
Sin embargo, no hay que confundir el fundamento bíblico para el correcto rumbo de las familias con la cansina retahíla de ciertos púlpitos y
talleres que sitúan al matrimonio como el gran camino de santidad al que todo cristiano de bien debe aspirar. Debemos percatarnos de que en algunos contextos cristianos, no es tanto la Biblia, sino el modelo
postindustrial de familia el que ha introducido en las iglesias falsos tópicos acerca de los roles y las aspiraciones familiares del individuo. En estos ambientes,
pareciera que si alguno no opta por formar una familia es menos cristiano que quien opta por la soltería. Para justificar este supuesto, muchos apelan al texto bíblico de
“crecer y multiplicaos” (Génesis 9, 1) con el que Dios se dirige a una familia concreta como la de Noé cuando la población del planeta estaba formada por tan sólo ocho personas. Sin comentarios.
Esta presión religiosa que muchas comunidades ejercen hacia el soltero es asfixiante y, por ende, insana. Quien permanece soltero puede llegar a estar sometido a la pesadez de algunos hermanos para que busque pareja, una tozudez religiosa que no pocas veces colabora en la consumación de matrimonios mal avenidos, rápidamente configurados… y tristemente fracasados.
Pablo aconseja que es mejor no casarse que hacerlo (1 Corintios 7, 8), y aunque Jesús no llega a decir lo mismo,
del Hijo de Dios no surge ninguna invitación para que todo individuo busque el matrimonio como estado superior de su condición humana. Más bien, los comentarios de Cristo respecto a la familia se centran en reprender a quienes han hecho de ellas su ídolo, y advierte de que Él mismo será motivo de división:
“¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino disensión. Porque de aquí en adelante, cinco en una familia estarán divididos, tres contra dos, y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra” (Lucas 12, 51-53). En otra ocasión, cuando Jesús está rodeado de multitudes, algunos le espetan:
“Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte”, a lo que Jesús
“les dijo: Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la hacen” (Lucas 8, 20-21), poniendo el énfasis en la importancia de la obediencia a Dios por encima de cualquier cosa, incluyendo la familia.
Estos arremetimientos contra el ideal supremo del individuo casado y con hijos resulta un tanto impopular en ciertos ambientes, pero sigue siendo el mismo Cristo quien a las
“grandes multitudes que iban con él; volviéndose, les dijo: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14, 25-27).
De las palabras de Jesús no se puede extraer ninguna conclusión de fobia hacia las familias. No. De hecho,
Jesús cita algo tan excelso como la familia como elevado punto de referencia para situar nuestra entrega a Cristo como algo innegociable y que nada podemos situar por encima de Él, ya sea familia, egoísmo, vanidad, amistad, trabajo o sexo. Ni lo bueno ni lo malo son más que Dios, pues
“por precio fuisteis comprados; no os hagáis esclavos de los hombres” (1 Corintios 7, 23).
Pero el poner a Cristo, por encima incluso de la familia, no significa hacer como muchos cristianos han hecho cuando dejan a esposa/esposo e hijos cuasiabandonados en pos de su ministerio cristiano. No hablemos ya si el creyente descuida la atención familiar por cuestiones mundanas. Quien procede de cualquiera de estas maneras, hubiera hecho mejor si no se hubiese casado. Primero, por respeto a su cónyuge. Y segundo, porque la Palabra de Dios va más allá y coloca el matrimonio como algo optativo, pero de valor prioritario y excelso para quien decide abrazarlo.
Quien opta por casarse, está obligado a amar a su cónyuge “como a su propio cuerpo” (Efesios 5, 8)
y a despedazar cualquier concepción meramente utilitarista y egoísta de la vida matrimonial. Desde luego,
tener esposa o hijos para no atenderlos como Dios manda, poco o nada tiene de espiritual. También de las duras advertencias de Jesús respecto a la disensión que su persona puede traer a las familias se extrae la necesidad de conocer que quien es siervo de Dios y desea contraer matrimonio debe hacerlo con quien también ha decidido seguir a Cristo. Una vez más, si prestamos atención a las advertencias del Maestro nos evitamos problemas.
Aunque ciertas reacciones cristianas anticatólicas se han situado fuera del equilibrio hermenéutico, la Escritura defiende la opción de permanecer soltero para dedicar una mayor intensidad vital a Dios. Y
tan herético es el prohibir casarse como el casarse mal o que presionemos a otros para que se casen. Con o sin familia,
lo que a Dios le importa es cómo afrontamos la condición que libremente hayamos elegido, pues, una vez más, descubrimos que el Evangelio es libertad de vida, por lo que es mejor estar compuesto y sin novio que descompuestos y en oprobio.
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