Las cartas a los corintios o la escrita para la iglesia de Colosas surgen en parte con el propósito de advertir a aquellos creyentes del peligro de aquellas filosofías con probable origen oriental. Unos tres siglos después, y a partir del momento en el que las Escrituras bíblicas fueron prácticamente inaccesibles para el pueblo llano, la Iglesia católica comenzó a absorber elementos de otros cultos, como las procesiones, el rosario, la veneración de reliquias e imágenes esculpidas, etc. Cuando comenzaron las misiones católicas de ultramar, el sincretismo con lo tribal se asentó rápidamente en las comunidades evangelizadas de Latinoamérica, Asia, África u Oceanía.
En la Iglesia protestante, sobre todo durante el reciente siglo XX, muchas congregaciones han absorbido elementos posmodernos y paganos, como la teología de la prosperidad o el fomento de las conversiones bajo el reclamo de los beneficios para salud o económicos derivados de seguir a Cristo<, dejando de lado la predicación bíblica del arrepentimiento como asunto medular de la conversión. Son sólo ejemplos del titánico poder del mundo caído que nos rodea y que nos distraen de andar firmes,
“arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe, así como habéis sido enseñados, abundando en acciones de gracias. Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo” (Colosenses 2, 7-9).
Quizás por esta omnipresente influencia de lo
antibíblico es por lo que muchos piensan que la alabanza que Dios demanda de los cristianos se debe a una necesidad intrínseca de un Dios ávido de cantos y de palmas, a modo de subsistencia divina o como método preventivo contra su ira o para que recibamos premios por nuestro sacrificio de alabanza. Esta concepción fundamentada en el temor y la
meritocracia resulta habitual en los ritos tribales, ámbito desde donde ha saltado para incomodar el subconsciente colectivo en algunos círculos cristianos. Pero Dios no nos pide que le alabemos a cambio de su misericordia;
Él siempre nos dará más de lo que merecemos, pues Dios es gracia, no un banco de trueques. Él nos pide que le alabemos principalmente porque es lo mejor para nosotros.
“Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios” (Salmos 103, 1-2). Al alabar a Dios nos beneficiamos, y
aunque la motivación para glorificarle se fundamenta en el agradecimiento por lo que Él es y no por lo que nos puede dar, lo cierto es que el honrarle nos beneficia, pues la alabanza a Dios es también un acto de humanismo.
La Biblia dice que Yavé habita
“en las alabanzas de su pueblo” (Salmo 22, 3), como también afirma que
“si os volviereis a mí, y guardareis mis mandamientos, y los pusiereis por obra, aunque vuestra dispersión fuere hasta el extremo de los cielos, de allí os recogeré, y os traeré al lugar que escogí para hacer habitar allí mi nombre” (Nehemías 1, 9).
Obedecer la Palabra de Dios es siempre una forma de alabarle, pues toda acción justa de los hijos de Dios es exaltación de su santo nombre, porque
“todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús” (Colosenses 3, 17). La alabanza es un alto de humildad y entrega que nos hace más libres, pues todo lo que agradece y honra a Dios es obediencia a su Palabra y sujeción a aquello que a nosotros nos dignifica y perfecciona. Cuando leo que es bueno alabar a Dios sé perfectamente que es bueno para mí, y no en un sentido egoísta, sino en el sentido en que la relación que Dios establece con sus hijos es fuente de nuestro bien, esperanza y paz, como proceso continuo de nuestra plenitud como seres que intiman directamente con su Creador y Salvador.
En estos tiempos en lo que se trata de equiparar los derechos de los simios con los de los humanos, volvemos a mirarnos a nosotros mismos para tratar de establecer quienes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Pero
“Dios no es un problema filosófico, sino un problema personal […], porque el Dios que impide el progreso humano o pone en peligro su libertad no existe […]. La experiencia de lo divino, sin embargo, no engaña, cuando es experiencia desde nuestra humanidad, porque el problema de Dios no es independiente del problema del hombre, de sus deseos y de sus anhelos. […]Quien no reconoce su propia humanidad, difícilmente va a reconocer la llamada divina a ser hijo de Dios, que se basa en esa humanidad. El rechazo de Dios es, en muchas ocasiones, el rechazo de uno mismo, de lo mejor de sí. Hemos llegado a un punto en que el hombre moderno está descubriendo que no es Dios quien limita al hombre, sino que el hombre se limita a sí mismo, empobreciendo su experiencia de la realidad en un cerrado narcisismo hedonista dictado por los caprichos del mercado […]. El don de la gracia, que no anula la naturaleza, sino que la eleva transfigurándola.”(1).
Esta tesis se confirma en el hecho de que
casi todos los que han estado practicando algún vicio acaban reconociendo que en el fondo no habían hecho lo que realmente deseaban ni lo que les satisfacía, pues nunca se halla libertad en la tiranía del hedonismo. Y es que a lo largo de la nueva vida en Cristo, llegamos a darnos cuenta de que sólo su Espíritu nos eleva a una nueva dimensión donde todo vale la pena, incluido el sacrificio que en ocasiones conlleva la nueva vida. Pero una vez más, terminamos comprendiendo que
Jesucristo no vino a hacernos cristianos, sino a hacernos más humanos, anunciando el fin de la era tiránica de la naturaleza caída en el Edén y comenzando a restituir aquella
“imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1, 27) tan genuinamente divina… tan humanista.
(1) Alfonso Ropero. ¿Está muriendo la fe? Conferencia disponible en formato PDF en: www.delirante.org/noticias.htm
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