El ajedrez en el que todos nos movemos es un juego dispar donde gobiernan miedos y vanidades sobre un mundo de cuadrados de claridad adosados a cuadriláteros de penumbra en los que nadie es invencible. La cotidianidad de cada cual nos ha acostumbrado a contemplar alfiles asustados que observan con aspavientos las caídas y eliminaciones de las fichas propias y ajenas. Ver morir cada día, ver a la injusticia triunfar, ver las consecuencias de las explosiones y explotadores a cada instante son el pan nuestro de cada día que la humanidad nos da hoy sin perdonar nuestras deudas y sin librarnos del mal.
Dice un mito tribal que Moisés fue probablemente el mejor jugador de ajedrez de la historia, pues sólo él hizo
tablas con Dios en el Sinaí. Lo cierto es que ese chiste apócrifo encierra un simbolismo en el sentido de que la cruz del Calvario rompe el enfrentamiento que todo ser humano ha establecido históricamente contra Dios. Cierto es que esta rebeldía no es otra cosa que la decisión unilateral de muchos para no entregar la partida a la guía de Dios, produciendo desconcierto como fruto recogido.
Los humanos somos tan ingenuos que creemos que nuestras injusticias serán acalladas por el estrépito de algún que otro acto bonachón cuando Dios nos pida cuentas al final de la partida. Es como en la surrealista situación relatada por Woody Allen en la obra
Como acabar de una vez por todas con la cultura, en la que un individuo trata de hacer trampas ¡en una partida de ajedrez por correspondencia! Lo dicho, tan absurdo como pensar que a Dios se le puede ganar escondiéndole nuestra verdadera condición debajo del tablero. En palabras de C.S. Lewis:
“Pedir a Dios que nos reciba de nuevo sin arrepentirnos significa pedirle volver a él sin volver a él. Simplemente no puede ocurrir”.
Una conocida canción del grupo de pop
Mecano ponía voz a una de las fichas del juego, que con cierta amargura exclama:
“Negro, bajito y cabezón, sólo pude ser peón de negras, lo más chungo en ajedrez”. Y es
que de esta estrategia vital sorprende la admirable e infravalorada función del peón, quien nace para sacrificarse por su rey.
En esta línea de lo negro contra lo blanco, y con menos grises de los que a veces pensamos, el Evangelio de Jesucristo nos muestra un tablero de extrañezas aún más sublimes y sorprendentes que el humano juego de mesa. El tablero de Dios no es siempre el que creamos nosotros. Por esta razón, el creador vuelve a mostrarnos una alternativa radical a los vanidosos movimientos humanos, por lo que, otra vez, voltea por completo nuestros esquemas para sorprendernos con el hecho de que en el Reino de arriba
es el mismo Rey quien se viste de peón de negras. Y no lo hace para morir por otro rey, pues ya no hay más Rey que él, descendido de la gloria y revestido de pieza desnuda, sino que mueve ficha para que el resto del tablero bicolor y todos los tableros del universo puedan cantar victoria, sean de fichas blancas o de fichas negras.
Hasta que llegó este vuelco radical a nuestras vidas, habíamos pensando que el mundo tenía razón al decirnos que nacíamos únicamente para aguantar de pie en la partida durante el mayor tiempo posible y sin ser dañados en demasía. En eso creíamos que consistía el juego de la vida.
Pero con la luz del Gólgota, esta mentira ha recibido el jaque mate. En aquel momento de redención no sólo se cae el velo de la religión de los templos, sino que se cae la venda que nos impedía contemplar la hermosura de una batalla en la que sólo la muerte, su impostor rey caído y sus alfiles salen finalmente derrotados. Ahora se nos ha regalado revelación viva y de carne, una Palabra que es el mismo Dios y que actúa dentro de nosotros para decirnos que somos libres, que ya hemos ganado, pues su mano es la que mueve ficha. Lo dicho: jaque mate.
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