Los precios de las localidades para los encuentros de fútbol de primera división se han elevado considerablemente en los últimos tiempos, aunque los estadios se llenan más que nunca y con gentes de todos los trasfondos y clases sociales. El fútbol, uno de los grandes fenómenos sociológicos del siglo XX, representa muy bien los diferentes sentimientos de la sociedad. La grada de un estadio rebosa pasión, y lo que allí se dice y se hace tiene mucho que ver con la abundancia del corazón; espacios en la grada donde apenas queda lugar para la meditación, porque tampoco es que la gente vaya al fútbol para eso.
Un estadio puede ser lugar para la fiesta, la confraternidad y la alegría, como también puede ser el escaparate donde se exponen bajezas políticamente incorrectas que no brotan cuando nos expresamos como individuos y no como masa. La intolerancia no se aloja sólo en las gradas de Zaragoza, sino prácticamente en todos los estadios y rincones sociales del mundo.
Hay quien asegura que quienes participan de gestos xenófobos son tan sólo una insignificante minoría, aunque, por desgracia, tal afirmación está más cerca del deseo que de la cotidianidad del mundo caído. Soy amante del fútbol, y lo amo cuando puedo. He acudido a diferentes estadios y he escuchado grotescos cánticos que menosprecian el lugar de procedencia del equipo rival (ya sea comunidad autónoma o país). También he visto gestos y oído coros en los que parte del público denigra la raza de determinados jugadores y puedo decir que no sólo proviene de un
pequeño e insignificante grupo. No. La realidad es que
hay más intolerancia hacia lo diferente de lo que se dice desde correctos estamentos de influencia.
No suelo identificarme con frases del tipo:
“España (o tal ciudad) es racista o en tal lugar no son racistas”, pues, aunque en diferentes medidas, lo cierto es que hay demasiados racistas en casi todos los recovecos del planeta.
Hace un tiempo, desde el murmullo de un autobús abarrotado escuché a una señora afirmar que ella
“no era racista, pero que a los moros y los negros los mandaba a su país”. Expresiones similares las he vuelto a escuchar más veces y, por supuesto, cuando
hablo de racismo en mi lugar de procedencia, no hablo sólo de españoles, pues, como sabemos, es un problema universal. Al respecto, recuerdo también –y cito ejemplos representativos– cómo un matrimonio originario de cierto país latinoamericano se negaba a compartir actividades con personas pertenecientes a otros países –también latinoamericanos– que citaban sin vergüenza y con arrogancia.
Aunque en ocasiones lo hace de forma sutil, la xenofobia pulula por cada rincón. Incluso quien inocentemente se enorgullece de la raza de su perro ya está ejerciendo un posicionamiento racista. Las raíces de la xenofobia son muchas, y entre ellas se encuentra la estupidez humana sin más. Algunos creen haber realizado méritos para haber nacido en tal o cual nación o consideran que son
merecedores de poseer cierto color de piel. Nunca veremos ataques de negros sobre negros por el mero hecho de serlos, como tampoco veremos ataques de blancos contra blancos en el nombre del
Black Power. Y es que es curioso que siempre sean los otros los que son peores que nosotros.
Detrás de la xenofobia se suele esconder una profunda falta de autoestima, que se empeña en situar nuestro ADN o pasaporte como argumento para sentirnos importantes y no diluidos en medio de lo universal. La igualdad o los derechos humanos producen miedo en los individuos con menos claridad sobre quiénes son y a dónde van, por lo que de ahí surge el instinto de, cual niño asustado, refugiarse en las faldas de su madre étnica o nacional para odiar al extraño que le asusta con sus diferencias.
Desde algunas plataformas de influencia social se intenta con buena intención convencernos de la gravedad del problema que no cesa. Pero nos aburren los discursos manidos, por lo que desde aquí invito a las autoridades y medios de comunicación a que usen ejemplos auténticos para demostrar que existe otro tipo de convivencia. Invito a que visiten y hablen de muchas de las iglesias evangélicas de España para que la calle vea que en pocos lugares conviven, por propio deseo de estar juntos, tantas culturas y en tan poco espacio.
Sin embargo, son las personas que participan de mezquindades como el racismo las más susceptibles de encontrarse con el Jesús de los evangelios.
Cuando uno se asoma a la Escritura, observa que cuanto más desagradable y ruin es una persona más atraída por Jesús se ve. Sin embargo, cuanto más bonachones, dignos o seguros de sí mismos se ven los conciudadanos de Jesús, más amenazados se sienten por su presencia y mensaje. En el entorno más cercano del Cristo abundaba la gentuza, gente alejada del estereotipo de personas respetables, formales y distinguidas de las iglesias. Las prostitutas, mujeres divorciadas infinidad de veces, enfermos a los que se les consideraba merecedores de sus inmundicias o recaudadores de impuestos eran algunos de los personajes que acompañaban al Jesús que moriría por ellos en el Gólgota.
Sin embargo, era a los fariseos y a las personas de bien a quienes más les rechinaban los dientes cuando oían del nuevo Reino y de la nueva
raza de los que decidían ser redimidos por Cristo. Pero
el mensaje y la persona de Cristo no sólo se dirigen a los rechazados, sino también a aquellos que rechazan; pues la valentía de la nueva vida no está hecha para gente respetable, sino para aquellos que reconocen su necesidad y necedad, aquellos que reconocen que su naturaleza y su raza están caídas. A aquellos que así se ven se les abren las puertas de un Reino donde ya no hay judío, ni griego, ni blanco, ni negro, ni mujer, ni hombre.
Sólo con humildad, valentía y sin rencor se puede conseguir la identidad definitiva, la única que se regala para siempre y que permite experimentar que una vida en libertad y sin temor es otra cosa. Que no hay color.
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