En la cultura postmoderna, postmoderna de segunda generación, o como leches queramos llamar a los tiempos que hoy corren, el humor se ha convertido en un poderoso instrumento moldeador de psiques. Quizás todavía no hayamos asumido esta realidad y por lo tanto sea ésta la razón por la que aquellos periodistas radiofónicos no citaban como fuente de crispación política los
sketches , parodias o guiñoles varios donde la comicidad se ensaña ferozmente con personajes, creencias e ideologías. Y es que a menudo el humor es más corrosivo que el insulto enardecido, pues la buena teatralidad de la risa se camufla bien bajo una imagen de ausencia de visceralidad y originalidad, elementos éstos que contribuyen a domesticar nuestros procedimientos mentales de elaboración de juicios.
La buena parodia es un tanque ideológico porque puede usar la buena creatividad para exponer argumentos y, por lo tanto, conseguir un resultado de convencimiento potenciado, pues hasta las visiones más insostenibles pueden parecer convincentes tesis si las formas de transmisión están correctamente afinadas. La famosa frase del teórico de la comunicación McLuhan, "
el medio es el mensaje", está bien asumida por quienes usan la parodia como arma de persuasión masiva.
Hace unas semanas puse la televisión durante el horario de máxima audiencia y comencé a ver qué había en los diferentes canales. Aquel día se emitían dos de las series más populares de España, y en ambas aparecía un cura como personaje ocasional. Los dos sacerdotes tenían los típicos clichés del religioso televisivo de los últimos lustros: tontorrón, irracional, intolerante, obsesionado con el sexo y más apegado al dinero que a la espiritualidad y la justicia. Los dos eran tan iguales entre sí como a la mayoría de los religiosos que vemos en cualquier programa de humor de la España audiovisual.
No tengo duda de que detrás de este arquetipo religioso hay algo más que la falta de originalidad de los guionistas españoles. El hecho es que seguimos sacudiéndonos aquellos profesores de religión que nos castigaban si no nos sabíamos el padrenuestro. Continuamos con la necesidad de reafirmarnos en el convencimiento de que esa religión no nos vale. Aquella fe de la vara y el miedo debe ser desprestigiada y desterrada de una maldita vez del espectro colectivo.
Con estos síntomas hemos fabricado un circo donde los prejuicios más hirientes e injustos pueden popularizarse si los clichés ridiculizantes se repiten con originalidad y agudeza. Aunque es cierto que esos religiosos de la tele existieron y existen, el hecho de que todos los que salen a la luz mediática o artística sean así de panolis consigue provocar en los creyentes más débiles cierto sentido de humillación y ridículo. No es vergüenza del Evangelio lo que sentimos, sino un toque de dignidad mancillada al pensar en las
horrendidades que de inmediato saltarán en la cabeza del prójimo cuando nos relacionen con los discípulos de Cristo.
La burla que hace que la religión de los hipócritas y bobalicones se haga pasar por cristianismo es hoy una venenosa semilla de crispación e intolerancia. El escritor Keith Chesterton definía muy bien este sentimiento al decir que “
sentir que se ríe de ti alguien que al mismo tiempo es inferior y más fuerte que uno es espantoso”.
Esconder mediáticamente el verdadero evangelio de Cristo es una dictadura moderna: el Jesús auténtico no vende, no ayuda a purgar los rencores de antaño y hay que desterrarlo lejos. Todavía luchamos con este complejo.
Estamos ante una sátira que no es nueva, pues
desde el primer acto de decadencia cometido en el huerto del Edén, los humanos nos hemos reído del prójimo como diabólica seudoterapia para sentirnos mejor, como menos caídos; pues cuanto más lamentable es el otro, mejores nos creemos nosotros.
Como hoy decimos:
mal de otros, consuelo de tontos. Mediocridad de mediocridades, dicho en palabras predicador; aquel sabio que hace milenios nos recordaba que
“la risa del necio es como el estrépito de los espinos debajo de la olla. Y que también esto es vanidad” (Eclesiastés 7, 6). Y eso es lo que todavía pasa: que a muchos les falta gracia. La Gracia de la alegría.
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