Bajo esta carta de intenciones, sus primeros pasos los dedicó de forma exclusiva a comprender las peculiaridades de nuestra historia, pensamiento, sensibilidades, defectos, riquezas, motivaciones y costumbres más habituales entre los españoles. Antes de dar un paso, su marido y ella decidieron convivir el máximo tiempo posible con los de acá.
Aunque al principio pronosticaron un proceso mucho más rápido,
acabaron dándose cuenta de que respetar una idiosincrasia e inaugurar una comunidad de creyentes nativos por parte de extranjeros exigía más tiempo y esfuerzo de lo que imaginaron a priori. Otra opción más cómoda podría haber sido la adopción de un estilo extranjerizante y, por lo tanto, ajeno al nativo. Pero su visión era nítida: estaban en España y querían llegar principalmente a los españoles.
En definitiva, fueron dos años intensos de trabajo antropológico, viviendo con españoles, siguiendo los debates y las noticias, invirtiendo muchas horas en bibliotecas leyendo obras de autores españoles y examinando con ahínco este gran ruedo ibérico.
Esta misionera insistía en que no hay por qué hacer esto, que uno no tiene por qué adoptar este estado de cercanía a lo local; pero recalcaba que si la misión está definida para alcanzar al nativo, entonces sí resulta obligado desarrollar un carácter local donde los del lugar puedan ser ellos mismos.
Los dos hablábamos y nos lamentábamos al haber notado que muchos de los misioneros que llegan a España con la intención de predicar a Cristo a los españoles no acaban de entenderlo así.
Los grandes avivamientos de los países de procedencia de estos misioneros (y otras razones) crean un Evangelio de fundamento numérico que frecuentemente usurpa el lugar reservado a la Verdad y la justicia, un hecho que insufla en oriundos visionarios una maléfica sensación de superioridad espiritual –inconsciente en muchos casos– cuando llegan a tierras con menores índices demográficos de cristianos evangélicos (al respecto ver:
Las conversiones masivas: el mito ).
Estamos ante una postura pretenciosa que se recrudece cuando ésta se mezcla con tendencias sectarias y postmodernas, con esas “
filosofías y huecas sutilezas” (Colosenses 2, 8) de este mundo que desprenden prejuicios y falsos conceptos respecto a lo que constituye la verdadera espiritualidad, a menudo confundida con emotividad y evasión de la realidad diaria, un escabullimiento de lo que Santiago llama “
la religión pura y sin reproche por parte de Dios” (Santiago 1, 27), aquella espiritualidad genuina que no puede dejar de atender al prójimo para crear guetos religiosos.
Estos desvaríos y la sensación de elitismo espiritual suelen desarrollar una escasa e imprecisa reflexión intelectual que parece relegar a un segundo plano el mandato de “
amar a Dios con toda tu mente” (Mateo 22, 37). Lamentablemente, se traduce en un esfuerzo insuficiente para profundizar en la cultura a la que este tipo de misioneros trata de llegar. Como afirma el filósofo y teólogo español Alfonso Ropero, “
El mundo evangélico necesita un nuevo impulso vital y una actualización de su identidad cultural… [Los españoles] no somos Rapa Nui (pueblo aborigen de la isla de Pascua), con todos los respetos para ellos, convivimos con una historia milenaria […]. Tampoco queremos caer en el provincialismo que considera lo suyo lo mejor. Lejos de nosotros. Sólo se trata de una toma de conciencia; ser conscientes de la situación espacio-temporal que nos moldea y nos arrastra. Nuestra sociedad y nuestra cultura es un repertorio de dificultades y de posibilidades. […] Otras tierras tienen otros problemas y otras maneras de encararlos.” (*)
Por desgracia propia y ajena, estos misioneros de tipología colonialista que rechazan aquello que temen o les descoloca acaban auto engañándose y desarrollando una gran incapacidad para discernir lo que realmente es de Dios y lo que, sencillamente, es propio de otra cultura. No han asumido el disfrute de un Dios Universal, creativo y diverso, artista y pensador, rey soberano de los variopintos pueblos que le aman.
Durante el siglo XVI hubo españoles bienintencionados que se equivocaron de igual modo en sus misiones de ultramar. En el XIX lo repitieron los ingleses. Durante el XX, muchos estadounidenses empaparon con su particularísima idiosincrasia el modus operandi de los nuevos creyentes sudamericanos, africanos o del Pacifico. Es tiempo de cambiar, de respetar y amar la multiforme riqueza universal, tomando como ejemplo la loable labor de los misioneros sabios, esforzados, preparados y humildes. Estos últimos son el referente, mi admiración y el ejemplo que asumo como misionero que soy en mi propio país.
* Alfonso Ropero.
Filosofía y Cristianismo. CLIE, 1997, pp. 104-107.
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