“Los científicos todavía no han logrado explicar totalmente el fenómeno (la hipótesis que toma más fuerza es que se trate de florecimientos de bacterias luminíferas), pero un satélite de Defensa estadounidense ha conseguido tomar las primeras imágenes de estos misteriosos brillos, lo que proporcionará a los científicos material para estudiar durante los próximos años. El fenómeno se produjo durante tres noches consecutivas en el mes de enero, y además de desde el aire –con el satélite, a 800 km de altura– fue también visto por un barco británico, el SS Lima, que transitaba la zona.”*
La oscuridad es, por desgracia, el vestido del mundo. Mundo caído que nos arropa con voz de alarma y desgarro vespertino. Un mundo de gentes habitado también por animales luminosos en las profundidades, seres vivos que son luz en la sombra. Algunas de estas extrañas criaturas son estrellas… de mar, claro. Clarísimas. Luz y estrella de la mañana, como el fundador del mundo, como el Cristo. Y me entero de que existe un tipo de estrella de mar que se llama
Corona de espinas. Maldita sea. Rabia da que también entre los seres más sublimes se tenga que recordar el dolor, ese fantasma de corcel amarillo que se zambulle con herradura humillante que nunca trae suerte.
Los hebreos antiguos temían al mar. Basta hojear el Apocalipsis para ver su pánico de niño ante el abismo que satura las tres cuartas partes de nuestra casa-planeta. Ellos eran ganaderos y agricultores, pero pescadores sólo de aguas chicas. Quizás si hubieran sido fenicios, griegos o gallegos, entonces Jesús hubiese usado parábolas de bondad acuosa. Quizás entonces la estrella de mar, siempre con sus brazos abiertos, hubiese competido con la vid y el cordero como símbolo del perdón infinito y de amor insondable, ese que es más profundo que el mar y que las muchas aguas no apagan jamás.
El eco de la estrella de Dios me sumerge de inmediato en las canciones del corazón, como esa de Amaral, la de: “
Estrella de mar, beber de tu boca es como andar encima de un mar de luz y silencio. Estrella de mar, mirarte a los ojos es nadar, nadar en un mar más frío que el hielo. El mar junto al cual yo fui a nacer”. Se echan de menos parábolas de mar.
De todos modos, pareciese que el final de la Biblia llora como mar cuando dice: “Ven, Señor Jesús”. Sí. He ahí nuestra esperanza, la única que ahogará por fin nuestras penas. Pero hasta que llegue el ansiado día, somos nosotros, barcos en niebla, a quienes misteriosamente se nos ha entregado la
tentaculosa responsabilidad de ser mares de luz.
Nos dice el maestro que somos sal en medio de la terrible paradoja, en un mundo de locos y de naturaleza gritona donde los humanos han convertido la luz, ¡no la oscuridad!, en motivo de sospecha y temor. No me extraña entonces que el mar más salado del mundo, ese que llaman
Muerto, flote marginado rodeado de las tierras áridas que escribieron el Evangelio.
Vuelvo a las fotos, a las del aturdidor mar brilloso desconcertando durante tres noches seguidas para luego desaparecer… Siguen los símbolos de vida cuando se nos revela que es al tercer día cuando la luz de las fotos se levanta de entre las sombras, tiempo en el que se quebranta la silueta que en ojos del satélite pareciera la figura de un clavo maltrecho goteando sangre de injusticia delirante. Qué imagen sublime la de esta luciérnaga salada que yacía justo donde desemboca el mar Rojo, el mar de los milagros, ese que se abre a la voz de su dueño y que transporta colores que gimen al comprarse la esperanza con sangre.
No sé muy bien por qué, pero también en tiempos de sequía tengo permiso para vivir bajo la corriente que sana, aquella que destila un aceite mediterráneo de espíritu que no se diluye en agua porque nace de la luz. Ahora somos fosforitos, ahora somos un don, graciosos alumbradores de nuestra oculta miseria, descubridores de esqueletos salvajes, guiadores al faro para ciegos sin lumbrera. Somos hijos de eternidad, y es ahora cuando me toca mirar la luz, nadar y no apartar de ella mis dilatadas pupilas, pues el capitán me dice que así lo haga… Me dice que entonces se irá el miedo.'En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella [...]. El que era la luz ya estaba en el mundo, y el mundo fue creado por medio de él, pero el mundo no lo reconoció. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron. Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Éstos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios.'
( Juan 1:4-13 )
* www.elmundo.es 17/10/2005
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