Está claro que el hecho de estar a muchos puntos del español apenas le daba posibilidades de ganar un nuevo mundial, pero eso no acaba de justificar su manifestada apatía ante el desarrollo de la prueba. Esta actitud de indiferencia pudiera interpretarse por algunos como una patada imaginaria hacia millones de apasionados aficionados que se desvelan siguiendo este deporte, pues no deja de ser chocante que quien vive de la pasión de otros carezca de entusiasmo respecto al deporte que le da de comer, vestir y algo más.
Siguiendo en clave deportiva, las palabras del piloto alemán evocan otras declaraciones de Fernando Torres, el popular futbolista de la selección nacional, al afirmar en una entrevista que: “
Lo digo en serio, me aburro viendo un partido por televisión. Nunca he visto uno entero ”. Mientras el fútbol deja en ocasiones las calles de España semidesiertas, el idolatrado Torres,
El Niño , quizás aproveche esos momentos para pasear cuando los demás asumimos una amalgama de nervios mientras la selección se la juega en un mundial. Es curioso ver al futbolista desinteresado por el fútbol y al piloto
pasando del campeonato, pero al menos son sinceros.
Reconozco que contemplar este distanciamiento perceptivo entre ídolos e idolatrados deja una sensación de absurdo un tanto frustrante para los que disfrutamos del valor estético y humano del deporte.
Según Emilio Butragueño –director deportivo del Real Madrid–, el presidente de su club, don Florentino Pérez, es “
un ser superior ”. ¿Y qué podemos pensar entonces de los gladiadores del césped o del asfalto? Para eso están: para deslumbrarnos a pesar de que sus caprichos y gustos sean diferentes a los nuestros y para confirmar que seguimos buscando entes a los que rendir tributo y glorificar.
Todos somos adoradores; sólo cambian los objetos de adoración. Recuerdo que invité a varios amigos no cristianos a una reunión multidenominacional. Uno de ellos me confesaba lo extraño y ridículo que le parecía que creyentes levantaran emocionados sus manos para adorar al Dios de la Biblia. Lo paradógico es que quien afirmaba esto es alguien que agita sus propios brazos como
semiposeído cuando su equipo de fútbol marca un importante gol.
Cuando lo superfluo ha destronado a lo sublime, la confusión se abre paso para arrasar y no dejar nada. Sin embargo, a diferencia de los ídolos de barro y carne, el Dios revelado en Cristo es algo más que un
ser superior. No es alguien que tiene percepciones diferentes a las nuestras.
Lo asombroso del Cristo es que él ha asumido el hambre de justicia, el dolor, la traición y el desaliento para volcarlo a nuestro favor.
Si la indiferencia de algunos ídolos de este mundo hacia el entorno que les entroniza puede ser descolocador, lo insultante del Gólgota es otra cosa. Lo desconcertante es que en la cruz colgaba quien había amado a sus enemigos para liberarlos. Un Cristo que no sólo se interesa por su entorno, sino que lo asume y carga con él. Carga con nosotros para llevarnos a la única victoria posible, pues sólo quien es digno real de adoración conoce a cada individuo por su nombre y lo ama.
Nuestro mundo de mal y vanas competiciones no ofrece respuestas definitivas, pero vemos luz al saber que la puerta de Gloria ya comenzó a abrirse en el Calvario.
Lo histriónico del triunfo de Jesús es que él no es un campeón del mundo, sino el campeón sobre el mundo, estando desamparado y sin avituallamiento ante todos sus rivales. Aun así venció. Esta es la grandeza de la cruz: que, aunque seguimos corriendo, ya hemos ganado la carrera. Enhorabuena.
'¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro.'
( Romanos 8:35-39 )
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