En un reciente macroevento evangelístico celebrado en las calles de Madrid, una de las cantantes decía al público que desde que conoció a Cristo ella había dejado definitivamente de enfadarse. ¡Tan diferente ella de aquellos personajes bíblicos! Desde luego, la exposición pública de una fantástica transformación inmediata en seres
cuasiangelicales puede ser atrayente para algunos, pero lo más normal es que esta transformación no sucederá de forma tan rápida y completa en la vida del nuevo creyente.
Tras entregarnos a Cristo entramos en un proceso de perfeccionamiento que no siempre es inmediato, que conlleva lucha y que nunca será concluido en esta vida a pesar de que Dios y su Espíritu estarán siempre dándonos aliento. Pero claro, dicho así, no suena tan
codiciable para algunos inconversos como cuando enfocamos la predicación en el nuevo carácter que de repente toma el nuevo creyente.
El Evangelio puro no siempre es tan atractivo como lo pintan en algunas de las comunidades religiosas que en parte crecen gracias a edulcorar la Escritura y a dar a la gente lo que su ego quiere escuchar. Como bien explica C. S. Lewis, el lío del que nos saca la muerte de Cristo es el lío de habernos comportado como si nos perteneciésemos a nosotros mismos, y es por esto por lo que el Evangelio insiste en que ser humano no es simplemente una criatura imperfecta que necesita mejorarse sino que es un rebelde que debe deponer sus armas. Deponer nuestras armas, rendirnos, pedir perdón, darnos cuenta de que hemos tomado el camino equivocado y comenzar una nueva vida bajo la luz del Jesús de los evangelios.
Eso es lo que la Escritura llama arrepentimiento, algo que no garantiza mejoras sociales ni recompensas materiales y que no se sustenta en el impacto recibido al oír fabulosas historias y experiencias. El arrepentimiento que emana del Gólgota es algo más difícil y radical que asistir a la Iglesia, leer la Biblia y esperar beneficios.
El arrepentimiento significa desaprender toda la vanidad, la mal llamada autoconfianza y todo orgullo en los que nos hemos estado moviendo hasta entonces. Por esta razón,
el acto de arrepentimiento significa morir a lo gangrenado de uno mismo; es padecer una especie de muerte libertadora y enfrentarse a lo que tenga que venir, incluyendo el sufrimiento o la muerte por causa de Cristo.
Un cristiano no es una persona que no se va a equivocar o que le van a ir los negocios mejor que a la competencia, sino alguien a quien se le otorga la capacidad de arrepentirse, levantarse del suelo y empezar de nuevo después de cada tropiezo. Esto es posible gracias a que la vida que Jesús da está en el interior del creyente, reparándole en cada momento y permitiéndole que repita dentro su decidida intención de seguir a Jesús.
A fin de cuentas lo que hace libre es la verdad, y Evangelio y verdad son la misma esencia, un estruendo de libertad que no depende del aumento de las probabilidades de que ahora me vaya a ir mejor en la vida o en ver si se me sana o no la pierna.
No son las cantidades de gente ni las fórmulas de crecimiento lo que demuestra el poder del Reino de Dios.
El poder del Reino y su victoria sobre la muerte se sustentan en lo que Cristo ha hecho por nosotros en la cruz, una verdad que ilumina y libera tal y como es, sin necesidad de adular los oídos de quienes quizás no están dispuestos a dejarlo todo para seguir a Cristo… con todo lo que conlleva.
‘El que tiene la verdad en el corazón no debe temer
Jamás que a su lengua le alte fuerza de persuasión'
John Ruskin
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