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Los viejos amigos

La generación que vivió los últimos años de Franco desde la militancia política contra el régimen, entró llena de ideales en la transición a la democracia. Pero la llegada al poder del socialismo hizo que las críticas de la izquierda al gobierno comenzaran a aumentar sobre todo los últimos años del PSOE, llenos de acusaciones de fraude y corrupción. Si la nostalgia decía que con Franco vivíamos mejor, la generación derrotada que quiso cambiar el mundo, pero tuvo que aplazar sus sue
MARTES AUTOR José de Segovia Barrón 31 DE MARZO DE 2008 22:00 h

Tras escoger la crítica su última novela, Crematorio, como el mejor libro del año, publica ahora Anagrama en edición de bolsillo Los viejos amigos, un cuadro sobrecogedor de la crisis existencial a la que se enfrentan hoy los antiguos miembros de una célula comunista, que se vuelven a reunir para una cena de viejos amigos. No quedan ya más que los restos del naufragio.

Este es un retrato sin clemencia de una generación que cambió el sueño de la revolución por “las perdices de Zalacaín”, el famoso restaurante madrileño que se hizo especialmente popular durante la época socialista. Según Rafael Chirbes (Tabernas de Valldigna, Valencia, 1949), se prefirió entonces “curarse con la medicina del olvido en lugar de aprender con el purgante de la memoria”. ¿Significa eso que se llegó al poder con unas ideas que se habían quedado ya en el camino”? Bueno, según el personaje de otra novela suya que acaba de ser reeditada, La larga marcha (1996), “al poder siempre llegan los peores”. Chirbes de hecho cree que la mitad de su generación “está por ahí alcoholizada, en los bares, o viendo partidos de fútbol”. Pero ¿cómo han llegado hasta ahí? Esta es la apasionante historia de Los viejos amigos, una lectura imprescindible para poder entender el desencanto de toda una generación.

En este libro un grupo de viejos camaradas son convocados para una cena. Un día estuvieron unidos por un proyecto común bastante idealista, aunque algo confuso: la revolución. Ahora tantos años después, hacen repaso de su existencia. El espejo del tiempo les devuelve la imagen de una vida vacía, llena de culpa, desengaño, rencor o traición. Un constructor, un pintor que trabaja de vigilante en un hotel, una profesora, una publicitaria y un novelista fracasado que malvive vendiendo apartamentos a los turistas, son los actores de una obra en que cada voz piensa en primera persona, ante la evidente renuncia a una narración común. Construida como un rompecabezas, esta novela coral exige la estimulante colaboración del lector, ya que los pensamientos de uno siguen a los del otro en forma de monólogos que se matizan y contradicen unos a otros, pero que al entrecruzarse acaban desvelando las trampas de la memoria.

Carlos ve hoy la revolución como “un excitante y supremo alucinógeno”, pero la muerte de su querida Elisa le ha mostrado que “la vida es el único valor” que existe. “Hay lo que hay y con lo que hay tenemos que jugar, no con los que querríamos que hubiese”. El problema es que “lo que hay es una mierda”, dice Carlos. Y “cuando se sabe eso, estás definitivamente condenado porque no esperas nada”. La desesperanza de estos personajes es tal que pensar que su problema se trata de una mera cuestión política es estar ciego ante la realidad de una vida que carece de sentido sin un referente más trascendente que la vida misma. Es por eso que la muerte es uno de los principales protagonistas de esta historia, ya que su sombra se acaba imponiendo tras el repentino fallecimiento de Elisa por cáncer y la lenta agonía por sida de Jorge, el compañero de Demetrio. Es así también como éste último se da cuenta que “el futuro no existe”. Es cierto que “la certeza y sospecha de la muerte la arrastramos todos desde la infancia”, dice, “pero el virus pone eso en primer plano las veinticuatro horas del día”.

Para alguien como Demetrio, no sirve de nada luchar contra la muerte. Es por eso que ridiculiza a “los falsos profetas de la bobaliconería”, que absurdamente piensan “que de la actitud de uno depende lo que la enfermedad consigue: como si los virus estuvieran pendientes de tu humor”. Ya que para él, “ni la alegría cura del sida, ni la bondad ni la generosidad forman parte de los rasgos del cuerpo que nos gusta, sino de nuestras ilusiones”. Por eso Demetrio contempla patético el deterioro de su amante, mientras fantasea con el cuerpo de un chico que ha visto en el gimnasio y “la muerte ocupa lentamente la casa”. Más que miedo, su temor no es sino “una forma macabra con que se viste la culpa”, ya que piensa “con espanto en algo que se parece a un juicio final laico, una especie de máquina de la verdad que la muerte guarda”, que da a conocer todos nuestros pensamientos e infidelidades.

Esta novela está por eso lejos del discurso complaciente de aquellos que prefieren olvidar, ya que nos enfrenta a una seria reflexión sobre la condición humana, que saca a relucir las miserias privadas de unos individuos que pretendieron cambiar el curso de la Historia con un discurso ideológico que hoy nos resulta vacío y lleno de contradicciones. Porque ¿cómo iban a cambiar el mundo personas que no eran capaces de ser fieles ni con sus propios compañeros? Por eso Carlos se emborracha, para intentar olvidar que ha ignorado a su hijo, quien acaba finalmente muerto como un yanqui. Su madre atribuye los males de esta juventud al consumismo de la sociedad actual. Porque “los niños de ahora son clientes, en cuanto empiezan a hablar”, dice Rita, “hasta la comida basura la quieren de marca”. Ya que “es como si vivieran en un supermercado, no quieren ir de excursión, quieren ir de tiendas”, puesto que “eso es lo que para ellos es el mundo, un supermercado gigante”.

RADIOGRAFÍA MORAL
Esta historia desoladora se sostiene con una lucidez, sentido crítico y radicalidad extraordinaria. Es como un friso que constituye una verdadera radiografía moral de la sociedad española contemporánea. Es verdad que Chirbes es un escritor contracorriente que vive alejado de los cenáculos literarios, pero es alguien especialmente apreciado en países como Alemania, donde el sentido de autocrítica parece algo más desarrollado que en nuestro país. Es raro encontrar hoy a un autor como él, que aunque estuvo preso en Carabanchel por razones políticas, arremete contra la explotación actual de la memoria, que intenta convertir el pasado en una epopeya. Muchos consideran por eso que su novela hace un flaco favor a la izquierda, pero a él no le interesa hacer un manual de teoría política, sino mostrar el hecho de que “la vida no se puede vivir provisionalmente porque uno no se queda embalsamado, sino que se degrada”. Ya que “la vida es muy corta: crees que estás madurando, y lo que pasa es que te estás muriendo”.

 
“Es tan misterioso el ser humano”, dice Chirbes. Somos capaces de soñar grandes sueños, pero la realidad es que vivimos hundidos en la más profunda miseria. Esa caída moral es la que la Biblia describe en Génesis 3 como la decisión del hombre de querer vivir en el mundo de Dios, sin tener en cuenta sus normas e ignorándole a Él. Esto va a tener graves consecuencias, que afectan a toda la persona. Es por eso que el fracaso individual de sus personajes se extiende a todos los aspectos de su vida: familiares, políticos, de pareja y culturales en su sentido más amplio. Y es algo universal. Es por eso que no nos interesa tanto el nombre de cada protagonista, ya que “todos ellos llevan la misma muerte en su interior”. No hay excepciones, como dice Pablo, “ni siquiera uno” (Romanos 3:12).

Esa muerte espiritual no les impide sin embargo percibir que se están alimentando de aire. Es cierto que “hay gente capaz de estirar la ideología como si fuera un chicle” y “hacer tranquilamente cosas que no se corresponden entre sí”, pero “hacerse a la idea de que todo obedece al mismo proyecto”. Pero “quien más y quien menos ha dejado la ideología de lado cuando le ha convenido”. La historia se repite, sin embargo. Los hijos de Guzmán, el único que se enorgullece todavía de ser socialista, uno colabora con una oenegé, mientras otro canta “contra la globabilización”. Pero sus sueños se desvanecerán, como los de tantas otras generaciones que les han precedido. ¿Qué es lo que queda entonces? Amalia lo recuerda a propósito de Bach, “Dios, el único andamio que se ha demostrado resistente, aguanta las tormentas, las largas heladas”.

Ya que si hemos edificado nuestra vida, como en la historia de Jesús, como una “casa sobre la arena” (Mateo 7:26), cuando “descendió la lluvia, y vinieron ríos y soplaron vientos, cayó, y fue grande su ruina” (27). Pero puedes hacer tu “casa sobre la roca”, que es Cristo, lo único que permanece. Todo lo demás nos fallará, pero Dios nos da por medio de Jesucristo vida eterna, por lo que sólo en Él podemos encontrar esperanza. ¿Sobre qué vamos a basar nuestra vida? Pedrito, otro de los viejos amigos de la novela, dice que “el futuro no forma parte del tiempo”, ya que “es sólo una forma de aceptar sin angustia el tiempo sin dirección”. Por lo que no hay futuro sin Dios. Pedrito dice: “Tuvimos claro el veneno que lo infectaba todo, hicimos bien el diagnóstico, pero no nos dimos cuenta de que no hay medicina”. Y es cierto que no hay otra solución para nuestro mal que la del Médico divino. Él es nuestro único remedio.
 

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