Este autor nacido en Madrid en 1965, se hizo conocido al recibir el
Premio Born de teatro por unas
Cartas de amor a Stalin, que estrenó el año 99
. Su obra sorprendió a muchos por su crítica al comunismo, pero también por su carácter de tesis, en un momento en el que sólo parecía predominar el espectáculo. Esa atención por la palabra ha hecho que sea uno de los autores dramáticos que más ha publicado estos últimos años. Primero,
El jardín quemado; luego
El traductor de Blumemberg y
El sueño de Ginebra, una obra que ha sido muy representada en circuitos alternativos, así como
Animales nocturnos (las tres actualmente reeditadas por la editorial
La Avispa)
.
Mayorga no ha dejado nunca de ganar premios, desde el
Calderón en 1997 por su obra
Más ceniza, pasando por el
Enrique Llovet por
Camino del Cielo el 2003
, hasta este
Premio Nacional de Teatro. La editorial
Anthropos ha publicado su tesis sobre la filosofía de la Historia de Walter Benjamín, que fue
cum laude y tuvo un premio extraordinario en Alemania, mientras ha hecho constantes incursiones en la comedia como
El Gordo y el Flaco o
La boda de Alejandro y Ana, o una nueva versión de
El Rey Lear de Shakespeare. Ha presentado
La tortuga de Darwin en el
Teatro de La Abadía y
La paz perpetua en el
Maria Guerrero, mientras Jorge Lavelli prepara un montaje de su obra
El chico de la última fila en Francia y el
Teatro Nacional de Noruega ensaya
Himmelweg, la obra que ahora se representa en París.
EL HOLOCAUSTO
Esta obra se desarrolla en 1942, en pleno proceso de exterminio judío en la Alemania nazi. Himmelweg (Camino del cielo) es para este dramaturgo, sin embargo algo más que una obra histórica, ya que aunque trata de un asunto tan concreto como el Holocausto, es una indagación en algo tan importante como el problema de la verdad. De hecho, se refiere a “la actualidad, independientemente de que sea una ficción en torno a un acontecimiento localizable en el tiempo”, dice Mayorga.
Para el autor, “la representación que una época hace de la historia del pasado, es la representación más intensa de esa época presente”. O sea que para Mayorga, “el teatro histórico nunca nos informa o nos da una imagen del pasado”. Por eso
Los persas es una obra sobre el tiempo de Esquilo, no sobre los persas. Lo que habla es de la arrogancia del poder que traspasa sus límites, pero al desafiar a Dios, es castigado por ello. Eso es al fin y al cabo lo que hizo Buero en nuestro país, en algunas de las obras que escribió durante el franquismo. La constatación de una de las grandes tragedias del hombre contemporáneo, sirve así para desvelar el horror agazapado tras la apariencia de normalidad, ante la ceguera que cubre de buenas intenciones este infierno.
Himmelweg presenta a un trabajador de la
Cruz Roja que quiere ayudar a la gente. Delegado como observador neutral, entra en un campo de concentración, y aunque siente que algo extrañó está ocurriendo allí, da un informe positivo sobre lo que ha visto. La clave está en torno a una rampa, que tiene al final una especie de hangar. A él le dicen que eso es la enfermería, pero los judíos lo llaman el
Camino del cielo, porque de allí nadie vuelve.
Si se hubiese atrevido a subir por esa rampa, y abrir esa puerta, se hubiera dado cuenta de la gran mentira que ocultaban los nazis.
Mayorga se identifica con ese personaje, que quiere ayudar, pero no se atreve a abrir puertas. Confía en lo que le dicen y en lo que le muestran. Por eso no descubre que el camino del cielo es un camino al infierno.
MIRAR SIN VER
El personaje de esta obra está en una permanente encrucijada. “Habla de un hombre que se parece a casi toda la gente que conozco”, dice Mayorga. Es alguien “que tiene una sincera voluntad de ayudar; un hombre que quiere ser solidario; al que espanta el dolor ajeno”. Y “sin embargo, también como casi toda la gente que conozco, ese hombre no es lo bastante fuerte para ver con sus propios ojos y nombrar con sus propias palabras”. Ya que”se conforma con las imágenes que otros le dan”. Para Mayorga, por eso “el arte debe abrir puertas, mirar a los ojos”. Y en este sentido el arte y la filosofía coinciden en su objetivo: su misión es la verdad. Por eso decía Paul Klee que el arte no imita a la realidad, sino que la desvela. Ya que la realidad no es algo evidente, sino que hay que hacer un esfuerzo para mirarla. Pero ¿cómo llegamos a descubrir esa verdad?
El comandante nazi de Himmelweg es un hombre culto, que lee a Calderón y a Shakespeare, puesto que le interesan más los libros que las personas. Representa “el ingenuo sueño ilustrado”, dice Mayorga, “de que la cultura ajardinaría esta selva y eliminaría lo bestial del ser humano”. Pero la realidad es que “se convirtió en una pesadilla, y nos hemos dado cuenta de que cultura y barbarie son compatibles, e incluso una determinada cultura puede estar incubando la barbarie”. Es la pregunta que se hace Adorno: ¿cómo se puede escuchar a Mahler por la mañana y torturar por la noche? Por eso este autor busca una cultura crítica, que desconfía hasta de sí misma. Ya que trata de educar en la pregunta y en la sospecha.
Esta obra es un texto mayor, que constituye toda una indagación sobre la maldad, que comienza con una implacable y acongojada confesión, pero concluye con un sobrecogedor viaje hacia la muerte. Cuando el protagonista vuelve a aquel escenario de iniquidad, se encuentra con que allí ha sido plantado un bosque, donde repasa las piezas de aquel simulacro, abrumado por la culpa insondable y sin remedio de sentirse cómplice del horror. Esta desgarradora introducción tiene la forma de un largo y doloroso monólogo. La acción luego se traslada a los días de preparación de aquella falsa ciudad, enmascarada por el comandante nazi, que oculta la desolación real con la ayuda del colaboracionista judío Gottfried.
EL PROBLEMA DEL MAL
Juan Mayorga es miembro del grupo que dirige el filósofo Reyes Mate,
El judaísmo, una tradición olvidada, que se interesa no sólo por la mirada judía del mundo, sino por el sentido de la filosofía después del Holocausto.
La cosmovisión bíblica en la que se basa el pensamiento judeocristiano, no es hoy especialmente popular, ya que parte de una concepción radical de la maldad del hombre. Pero es el sueño de la Ilustración sobre la bondad innata del ser humano, el que nos ha llevado a esta pesadilla que representa el Holocausto. Nuestro problema no es la falta de ciencia o conocimiento, como pensaban los
ilustrados, sino que no queremos enfrentarnos a la realidad de esa perversión que habita en nuestro corazón.
A esa depravación total que hay en todo ser humano, es a lo que la Biblia llama pecado. Y ese es nuestro principal problema, aunque intentamos excusarnos una y otra vez, echando la culpa a otros, o a nuestras circunstancias. Porque no queremos vernos cómo realmente somos. Es por eso que reprimimos todo sentimiento de culpa, imaginando que no somos tan malos al fin y al cabo. ¡En comparación con otros, tampoco somos tan malas personas! Pero nuestro problema no es una realidad superficial, como si fuera una simple suciedad que arrastráramos. Es algo de lo que no nos podemos separar, una corrupción que nos acompaña desde que venimos a este mundo y que afecta a toda nuestra vida.
Pero para eso vino Jesús al mundo: para salvar a pecadores como nosotros, de los cuales, dice Pablo, yo soy el primero (
1 Timoteo 1:15).
El pecado es algo real y objetivo, que está entre yo y mi Creador. El Dios que gobierna este universo no es una energía impersonal. Es un Ser moral, un Juez santo, al que hemos ofendido. ¿Qué vamos a hacer entonces con nuestra culpa?, ¿vamos a seguir escondiéndola hipócritamente? La Biblia nos enseña un camino mejor, que es enfrentarla. ¡Vayamos a Dios, tal y como somos?
“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. Pero
“si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (
1 Juan 1:8-9). Su amor y compasión nunca fallan.
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