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Antonio Vinoip, maestro de canto y escuela de Tournai, silbó algún día en 1574 al coro que daba lustre a una misa en la catedral de Tortosa. Al pasar las procesiones religiosas por las calles de aquella ciudad, hizo burla de los clérigos, insultándoles y gritándoles cosas deshonestas. Giraldo Dusin se mofó durante una misa, en septiembre de 1585, de los creyentes que se arrodillaban al alzar el cura el Santísimo Sacramento. Carlos Robert, un joven pasamanero de Arras, sacó en 1598 su miembro viril de su pantalón al entrar en la posada donde residía en Zaragoza y lo puso en la benditera, hecho que era un pecado mortal, pero les contestó que no, pues él solamente orinaba agua bendita. Muchísimos ejemplos ilustran el carácter espontáneo que le desacreditó a menudo a los ojos de los españoles. Al relojero Juan Enríquez le preguntó, en 1561, un amigo suyo por qué no oía misa y no se confesaba. Enríquez le contesto rotundamente que esas cosas no le interesaban, “que lo que él quería más era bien comer y bien beber ´´.
Daniel de Montaña, natural de Diest en Brabante, se vio recluso en el castillo de Triana en Sevilla después de que en una iglesia de Huelva hubiera exclamado al contemplar un retablo: “¿Para qué sirve esto?, ¡quémalo!, ¡quémalo!” en vez de callarse y pensarlo para sí. Algunos creyentes advirtieron enseguida al comisario de la Inquisición.
La disparidad de ejemplos en todos estos casos nos llevan a entender un luteranismo bajo y de un pueblo sin adoctrinar. Eran jóvenes aventureros, desarraigados de patria y religión en una sociedad extraña e hipócrita y no se podía cosechar más frutos que el seguir desarraigados y acosados por la xenofobia de los españoles. “La acusación más frecuente contra estos flamencos era la de “luteranismo”, como era de esperar. Bajo este denominador, el Santo Oficio reunía el conjunto de actos, ideas y proposiciones protestantes sin establecer una distinción entre luteranos puros, calvinistas, anglicanos, zwinglianos, etcétera.
En el proceso del antuerpiense
Jaime de Lara, contra quien la Inquisición valenciana procedió en 1570, se habló de “luteranos franceses” y “luteranos ingleses”, aludiendo a hugonotes y anglicanos. Aún en 1654 el tribunal de Cuenca procesó a
Beltrán Campan, barbero de Bruselas, “por Herege lutherano y calvinista y fautor de Hereges”.
Estos luteranos, pues, formaron la gran mayoría de los flamencos procesados en cualquier año de cualquier tribunal inquisitorial, salvo en el de Mallorca, donde había una mayoría de renegados. El contenido de las “proposiciones heréticas luteranas” que habían pronunciado los detenidos flamencos, no difería mucho de la crítica expuesta por los importantes reformadores alemanes.
Atacaron al papa, las imágenes de los santos, la confesión oral, las ceremonias católicas, los sacramentos, el purgatorio, la presencia de Dios en la hostia consagrada, etcétera.
Pero pusieron sus propios acentos hasta el punto que su luteranismo ya no era un luteranismo doctrinal —en nuestra opinión lo fue sólo en escasos casos— sino más bien un luteranismo “social”. Tenían poca simpatía al papa, pero sobre todo su avidez enorme y su lujurioso estilo de vida producían un disgusto. Los monasterios y conventos, donde frailes y monjas vivían una vida cómoda sin muchos quebraderos de cabeza y dedicados a la holganza como cuevas de ladrones y los religiosos como gente que ganaba la vida sacando dinero de las bolsas del pueblo, engañándolo con imágenes y milagros inventados. A su entender, era mejor dar a los pobres el dinero de las misas para el descanso eterno de los muertos. Más valía adorar a un pobre que a un santo de madera. Las reliquias, bulas e indulgencias sólo servían para hacer ricos a los clérigos. A fin de cuentas, criticaron la desmesurada avidez del —a sus ojos ya tan rico— clero y el dar dinero a ritos y usos inútiles mientras en las calles de las ciudades ibéricas andaban tantos pobres, en primer lugar ellos mismos. Pero lo criticaban de una manera ruidosa y vistosa, así que una confrontación con el “policía” de aquella sociedad que estaban criticando no pudo tardar mucho tiempo. (Werner, 1990, pág. 193).
Werner sigue la corriente historiográfica de que el luteranismo en España, era algo inventado por los inquisidores. El “protestantismo débil” supuso un círculo vicioso de interpretación ya que los inquisidores condenaban con arreglo a las proposiciones de los edictos, y lo que aparece en los procesos es la repetición, puesta en boca de los reos, de las clausulas y apartados del libro de Inquisidores o de los edictos. Pero ya hemos comentado que también ocurría el fenómeno inverso, donde teólogos luteranos bien formados y de probada experiencia fueron procesados por nimiedades doctrinales luteranas, como v.g.la intercesión de los santos.
Werner se hace las mismas preguntas de si serían católicos estos flamencos, cuando en su mayoría eran luteranos: “¿eran de veras todos protestantes o solamente católicos no muy desviados y por motivos ni siquiera religiosos? La pregunta tendría que haberse planteado en estos casos al revés, pues se suponían protestantes algo desviados, pero no católicos. Werner entra en la dinámica de minimizar y hacer católico todo lo que se mueve, aunque se procesen por proposiciones luteranas a media España.
En todo caso siempre estaremos en la cuerda floja historiográfica, mientras no tengamos de cada caso, un mínimo conocimiento de su teología luterana. Pero además dice Werner que había muchos más negociantes honrados y artesanos celosos que nunca tuvieron problemas con la Inquisición, ni tuvieron problemas para integrase como los marginales y pobres borrachos.
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