El diálogo inter-religioso se ha convertido en uno de los movimientos más importantes de la actualidad. Ha fomentado de hecho una nueva espiritualidad, que se caracteriza por un marcado sincretismo. No hay duda que la idea de que todas las religiones llevan a Dios es indudablemente atractiva, y son muchos los que hoy en día toman un poco de cada una, para formar su propio credo. En este supermercado espiritual parece que no importa lo que creas, mientras creas que no importa... Puesto que la única virtud es la tolerancia.
Según Vicente Verdú, “lo propio de hoy en religión es ser un poco de todo y nada de verdad del todo”. Ya que según el comentarista de
El País, se mezcla “un poco de Oriente y otro de Occidente, algo de una creencia en boga y de otra en recesión”. Por eso se “se forman así, en correlación con la época, casos de un cristianismo sumita, un avicenismo anglicano o un budismo rasta-zen”. Todo ello “siempre en la tendencia de un relativismo cultural consecuente con la sociedad individualista”.
Esto da también un cierto aire de modestia, resultando ya casi de sentido común, ¡qué ya se sabe que es el menos común de los sentidos! Porque es bonito lo que dice Gandhi: “el espíritu de las religiones es uno, pero aparece en multitud de formas”. Pero ¿es esto verdad? El
Nobel de la Paz no podía creer que la verdad fuera propiedad exclusiva de una única Escritura. Para Gandhi, Jesús es tan divino como Khrisna, Rama, Mahoma o Zoroastro.
Pero queda un problema evidente: ¿cómo pueden ser todas las religiones iguales, cuando mantienen puntos de vista no sólo diferentes, sino aun opuestos, sobre el carácter de Dios, la creación, el mal, la muerte, el juicio, la salvación, o la condenación?.
Hay aquí un problema lógico. Si la divinidad hinduista es politeísta -plural- e impersonal, es evidente que la del Islam es una y personal. Si el Dios judeo-cristiano es el Creador del mundo y del hombre, la divinidad budista no es ni personal, ni creativa. Y cuando la Biblia enseña que no hay más esperanza que la gracia de Dios, en el
Corán no se habla más que de justicia. Buda mismo cuenta una historia parecida a la parábola del hijo pródigo de Jesús, pero la diferencia es abismal. En ésta el hijo es aceptado libremente, sin tener que hacer nada a cambio, por el solo amor del Padre, mientras que para Buda, el hijo tiene que pagar por todo lo que ha hecho, sirviendo como esclavo durante años a su padre. Es el principio del
karma, no lo olvidemos, la ley de causa y efecto, que nada tiene que ver con el perdón cristiano.
Pero hay una creciente presión en nuestro mundo para aceptar las diferencias entre religiones, no en base a su verdad o su falsedad, sino al trasfondo de un pluralismo cultural, que se manifiesta en diferentes percepciones de la verdad. La fe es algo íntimo y personal, nos dicen, ¡qué cada uno piense lo que quiera! Pero ¡qué nadie intente convencer a otros de su forma de pensar. ¡Eso es proselitismo!, una palabra muy fea. Ya que hay que buscar la unidad, no la división... Las afirmaciones exclusivas acerca de Jesucristo se ponen cada vez más al nivel de un fundamentalismo intolerante de tipo
talibán, para el que se acaba toda tolerancia. ¿Hemos de renunciar entonces a una verdad absoluta, que divida el mundo entre creyente y no creyente?
¿CRISTIANISMO O RELIGIÓN?
La actitud positiva de algunos hacía la religión, ha llegado a un absurdo tal, que ya no sabemos de qué hablamos. Porque ¿a quién nos referimos cuando hablamos de Dios?
Lo importante no es creer en Dios, sino en qué Dios creemos. La dialéctica en la Biblia no es entre fe e incredulidad, sino entre la confianza en los ídolos, o en el Dios vivo y verdadero. Todos creemos en algo o en alguien, la cuestión es en quién debemos creer. Es por eso que la fe en el Evangelio se contempla fundamentalmente en términos de obediencia. La Palabra de Dios tiene una autoridad única, por encima de toda religión humana.
La idea de la religión como una manifestación de una chispa de vida divina en el corazón de cada creyente resulta muy poética, pero no tiene nada que ver con la realidad bíblica. Jesús mismo niega la idea que muchos cristianos mantienen hoy de que el Espíritu de Dios está actuando en todas las religiones del mundo (
Juan 14:16-17). El hombre tiene un testimonio en su conciencia de la realidad de Dios (
Romanos 2:15), pero su alienación de Él le ha hecho ignorante, cegando su corazón (
Ef. 4:18). Por lo que tenemos una capacidad limitada para distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira, la pureza de la impureza, la justicia de la injusticia, e incluso la compasión de la crueldad. Ya que el hombre es una criatura caída, bajo el poder del príncipe de este mundo (
Jn 12:31), habiendo sido engañado por el padre de toda mentira, que se disfraza como ángel de luz (
Jn. 8:44;
2 Co. 11:14).
Jesús es la luz del mundo, pero
“los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (
Jn. 3:19). Nos creemos buenos, pero
“no hay justo ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios” (
Ro. 3:10-11). El problema no está en nuestra educación, el medio ambiente, o las condiciones económicas y laborales en que nos encontremos. Es una cuestión mucho más profunda y radical, puesto que va a la raíz misma de las cosas. El problema está en nosotros mismos.
Hay un optimismo vacío, que carece de todo fundamento. El hombre no puede salvarse a sí mismo. Ninguna religión, ni esfuerzo humano nos puede hacer llegar a Dios. Por eso la Biblia no es la historia de hombres que buscan a Dios, sino la historia de Dios buscando a los hombres. Pero nos dice cosas que no nos gustan, porque lo que Dios pide de nosotros excede nuestras mejores intenciones. Nos muestra que somos
“enemigos en nuestra mente, haciendo malas obras” (
Col. 1:21). Aunque en el fondo todos pensamos que tenemos un gran corazón de oro, ¡la evidencia muestra lo contrario! La Escritura dice:
“Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso, ¿quién lo conocerá?” (
Jer. 17:9).
EL ÚNICO CAMINO
Se nos dice que hemos de buscar más lo que nos une, que lo que nos separa. Pero no es la unidad la que nos salva, sino nuestra unión a la Vid verdadera. La fe cristiana no es una simple creencia, una idea sobre un Dios de amor, o un sentimiento más o menos religioso. Se trata de una confianza experimental y práctica en un Cristo vivo y poderoso, del que dan testimonio las Escrituras. Ya que
“Dios habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo” (
Heb. 1:1-4). Cristo es la última Palabra de Dios.
“El que me ha visto a mí”, dice Jesús,
“ha visto al Padre” (
Jn. 14:9).
La muerte de cualquier maestro religioso ha sido en el mejor de los casos la pérdida de un hombre bueno y sabio. Pero la cruz de Cristo tiene un significado de liberación permanente. Su revelación culmina allí, porque
“fue muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras”. En su muerte venció a la muerte, por lo que su tumba no importa dónde está, porque está vacía. Resucitó en presencia de muchos testigos, subiendo a los cielos, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Por lo que no hay Evangelio sin el anuncio de la muerte y la resurrección del Señor Jesucristo.
“Dios nos ha dado vida eterna; y está vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.” (
1 Jn. 5:11-12).
La misión de la Iglesia no es traer paz y amor al mundo, sino proclamar la buena noticia de que en Cristo Jesús es posible la reconciliación entre Dios y el mundo. Ya que
“en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” (
Hch. 4:12). Es Él mismo quien dice:
“nadie viene al Padre sino es por mí”.
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