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Macrofestivales de verano

Como cada verano, comienza la temporada de festivales, un circuito por el que cada año circulan millares de jóvenes de todo el mundo. Más de veinte macrofestivales reúnen ya en nuestro país a casi un millón de personas. Para muchos de ellos, lo importante no es escuchar música, sino el hecho de congregarse en torno a ella. ¿De dónde viene este sentido de hermandad?.
MARTES AUTOR José de Segovia Barrón 13 DE AGOSTO DE 2007 22:00 h

Aguantar en plena canícula días de actuaciones en lugares con temperaturas en torno a los treinta grados no parece el mejor de los entretenimientos. Sin embargo los festivales proliferan en verano como las setas en otoño. Los últimos años han supuesto una verdadera explosión. Lo que en España comenzó con Sonar, el Espárrago Rock o el FIB, se ha extendido como un fuego que aumenta el calor de estos meses.

Según el anuario de la Sociedad General de Autores, la cantidad de festivales en España ha crecido de forma casi exponencial en los últimos tiempos. Aunque no lleguen a las monstruosas cifras de espectadores que llenan el suelo embarrado de encuentros como el británico de Glastonbury, los españoles empiezan ya a convocar cantidades importantes. El FIB de Benicásim o el Womad de Cáceres acogen unas cincuenta mil personas, pero el Intercéltico de Ortigueira o el Son Latinos de Tenerife están ya en torno a los cien mil. Pero ¿cómo comenzaron estos festivales?

DÍAS DE AMOR Y FLORES
Los macrofestivales son el gran aporte hippy al acerbo de la música popular. Es cierto que antes había festivales, como el de jazz de Montreaux, el de country de Nashville o el de folk de Newport, pero eran simplemente sesiones muy largas de un determinado tipo de música para audiencias que no superaban unos pocos miles de personas y en los que se permanecía dentro de ciertos limites acústicos. No hablamos por lo tanto de una evolución, sino de una revolución, que tomó por sorpresa a medio mundo. Pero lo sorprendente es que aún dura…

El primero de los grandes festivales hippies fue Monterrey en 1967. Su impacto fue comparable al de los grandes raves o marchas como la Love Parade que hubo veinticinco años más tarde en Berlín. Nacieron con la pretensión de convertir a una muchedumbre amorfa en una multitud hermanada. Esto fue en parte posible porque a mediados de los años sesenta ya se habían desarrollado unos equipos de amplificación que evitaban los desastres acústicos que caracterizaban los megaconciertos americanos de grupos como los Beatles.

Aunque lo cierto es que en Woodstock, aparte de llenarse de barro y cantar al sol, aquellos trescientos o cuatrocientos mil espectadores apenas se enteraron de nada, porque el sistema estaba pensado para unas cien mil personas. Pero entonces como ahora, lo importante no era escuchar música, sino congregarse en torno a ella. Por eso las masas de Woodstock lo pasaron muy bien no-escuchando la famosa actuación de Jimmi Hendrix en plena inspiración psicodélica...

¿SE ACABÓ LA PAZ Y LA CARIDAD?
Esto se supone que era entonces una empresa sin ánimo de lucro, ya que los beneficios de Monterrey iban a obras benéficas. El problema vino cuando el dinero de conciertos como el famoso que hubo para Bangla Desh desapareció, o por lo menos se encogió cuando llegó a su destino. Esta sombra de sospecha se alarga hasta los días en que Bob Geldof comienza a juntar dinero en 1985 para paliar el hambre en Etiopía con suLive Aid. Se establece así el modelo benéfico pop en el que se basan acontecimientos como el reciente Live 8, que siguieron doscientas mil personas en Londres.

Los días de paz y flores acabaron sin embargo en Altamont cuando unos Ángeles del Infierno contratados por los Rolling Stones, casi le parten la cabeza a un miembro de Jefferson Airplane y luego asesinan a un espectador durante el concierto. Hay una revuelta en Woodstock y doscientas personas son detenidas en un festival en Palm Springs; trescientos heridos en Newport y setenta y cinco detenidos; otro en Denver acaba entre nubes de gases lacrimógenos. “El sueño ha terminado”, diría Lennon…

A finales de los setenta la gente parece que se cansa de aguantar días de lluvia y frío. Las masas reunidas en una ocasión en Alemania para escuchar a Génesis, se ponen de tan mal humor al escuchar la noticia de que los cabeza de cartel no tocarían, que proceden a quemar y destruir todo lo que encuentran a su paso. Mucho más recientemente, en Roskilde (Dinamarca), nueve asistentes murieron a causa de las avalanchas que se produjeron durante la actuación de Pearl Jam el año 2000.

Paradójicamente, es a partir de los años ochenta y el nacimiento del movimiento punk que los grandes festivales volvieron a revitalizarse. Tanto Knebworth como Reading llegaron a congregar varios cientos de miles de personas. Ya no había idealismo, pero tampoco tanta violencia. Los grandes festivales se habían convertido en algo plenamente aceptado por la industria del espectáculo y por primera vez era posible oir la música en buenas condiciones.

UNA NUEVA COMUNIDAD
Hoy en día los festivales abundan como nunca, porque la gran experiencia iniciática de muchos jóvenes no es la escucha de un disco en casa, sino la efervescencia del directo. Ahora que no se compran tantos CD´s, parece que la gente tiene más dinero para viajar y pagar las nada baratas entradas de un festival. Su recompensa es acumular vivencias en compañía de coetáneos frente a una referencia común. Pero como todo rito y peregrinación repetida, el resultado no es siempre agradable…

Algunos caen víctimas de la insolación y se cansan de comer barro o beber líquidos caldosos. Ya que rebozarse en tus propios detritus no es un ideal bucólico ni burgués, ¡ni siquiera revolucionario! Sin embargo la gente todavía sonríe al volver, a pesar de estar hecha polvo. Parece que necesitamos romper la rutina y sentirnos de nuevo parte de una comunidad, aunque no sea nada más que en medio del baile.

El cristianismo necesita ofrecer el verdadero sentido de comunidad a una generación rota por el divorcio y la sociedad de consumo. “¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía!”, dice el Salmo 133.

Eso no significa que el cristiano tiene que vivir necesariamente entre otros cristianos. Ya que nuestro lugar no está en la soledad de los claustros, ni tampoco en los festivales cristianos, sino en el “campamento del enemigo”, como decía Bonhoeffer. “El reino de Jesucristo debe ser edificado en medio de nuestros enemigos”. Es más, “quien rechaza esto renuncia a formar parte de este reino”, cuando “prefiere vivir rodeado de amigos, entre rosas y lirios, en un círculo de gente piadosa”. A estos les recuerda Lutero: “Si Jesús hubiera actuado como vosotros, ¿quién habría podido salvarse?”.
 

 


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