Million Dollar Baby es en ese sentido una
obra antológica, dura y valiente. Su autenticidad es tan abrumadora, que va más allá de todo género. Al principio parece una película de boxeo, pero enseguida descubrimos que no estamos ante una historia más de superación personal por medio del deporte. No es ni siquiera un relato sobre el doloroso proceso de autoconocimiento interno que un púgil puede experimentar gracias a su paso por el cuadrilátero. Son personajes derrotados ya de antemano: Maggie (Hilary Swank) es una joven sin ilusiones ni futuro, que trabaja como camarera desde los trece años; mientras que Frankie (Clint Eastwood) y Eddie (Morgan Freeman) son dos hombres viejos, solitarios y perdedores. El primero ha sido abandonado por su mejor boxeador, para fichar por otro
manager y el segundo se dedica a limpiar lavabos o sacar la basura de este destartalado gimnasio, donde transcurre casi toda la acción.
Con esta excepcional película, Eastwood prosigue su camino independiente, casi solitario en el panorama actual, al margen de todas las modas y tendencias. Su estilo sencillo y contundente, evoca la sabiduría y profundidad de los grandes autores que hicieron famoso Hollywood, hasta el día en que cayó víctima de las superproducciones, los efectos especiales y la estupidez de tanto entretenimiento vacuo para adolescentes. Cuando uno asiste hoy a tantas versiones de los mismos argumentos, repetidos hasta la saciedad, uno se pregunta hasta cuándo se puede empeorar una misma historia, en esta absurda carrera que han emprendido los grandes estudios, por intentar convertir sus obras más admirables en sus productos más detestables...
CONTUNDENCIA ESTREMECEDORA
En el cine actual americano prácticamente no existen películas como
Million Dollar Baby. Al rehuir cualquier vano ejercicio de estilo, esta obra nos desvela la realidad desnuda, que suele aparecer encubierta en medio de tantos efectismos estériles, con los que algunos intentan impresionar al público y otros hacer guiños constantes al egocentrismo de los críticos. Pero Eastwood a sus 75 años, está ya demasiado viejo para perder su tiempo y su talento con fuegos artificiales. No hay aquí tácticas de blandura, al estilo Amenábar, reducción, despersonalización y caricaturización, con el fin de que el público pueda asistir emotivamente. El autor desmonta todo mecanismo melodramático, para en una ruda y delicada metáfora, desvelar la realidad humana a través de un cristal oscuro, que tras
Mystic River, alcanza ya un punto de no retorno.
Como en el cine clásico, cada personaje es en esta historia un mundo. Cada uno tiene sus gestos, miradas y formas de exteriorizar una vivencia interna, que insinúa un universo. Su expresión estética, la tensión narrativa y la intensidad de las emociones llegan aquí a la máxima estilización de una puesta en escena. Esta obra austera y nada espectacular, está ambientada en el presente, pero podría discurrir en los años cuarenta, cincuenta, sesenta o setenta. Es intemporal…El severo rostro de Frankie, casi una máscara, se va transformado paulatinamente en humano. Ya que este arisco entrenador, que se resiste a hacerse cargo de la preparación de una mujer, cuyo único objetivo es encontrar un sentido a su existencia por medio del boxeo, va estableciendo un estrecho vínculo paternal con esta joven, que perdió a su padre siendo muy pequeña.
Frankie Dunn intenta todavía recuperar una hija perdida por algún terrible error del pasado, pero sus cartas le son devueltas sistemáticamente, guardando todas ellas en una caja, donde conserva cada misiva rechazada. Este viejo católico irlandés busca por eso redención, yendo cada día a misa y rezando cada noche, desde hace veintitrés años, pero su tormento no desaparece. Sus confesiones con el cura, no le traen paz, ni liberación. No sólo continúan sus dudas, sino que parece estar siempre rondando el abismo, por el que desaparece finalmente en ese pasillo, donde se adentra lenta y silenciosamente, como un espectro, en un túnel tan oscuro y vacío como su alma...
EL PESO DE LA CULPA
Umberto Eco cuenta que un día acompañó a su padre a un partido de fútbol cuando tenía trece años. A él no le han gustado nunca los deportes, por lo que sentado en el estadio, comenzó a divagar: “Mientras observaba sin interés alguno, los movimientos carentes de sentido que se producían en el campo, sentí que el sol del mediodía parecía envolver a hombres y cosas en una luz deslumbrante, y que tenía lugar ante mis ojos una actuación cósmica sin sentido”. Es entonces, dice el semiólogo italiano en sus
Viajes por la hiper-realidad, que “por primera vez dudé de la existencia de Dios, y decidí que el mundo era una ficción carente de sentido”.
En lo alto de su asiento en el estadio, Eco imaginó en su adolescencia que había llegado a ese punto superior, que le permitía concluir que no había nadie “allá arriba”. Y si lo había, no parecía preocuparle demasiado lo que sucedía en este planeta, o por lo menos le interesaba tan poco el fútbol, como al autor de “El nombre de la rosa”. Antonio José Navarro dice en un apasionado estudio, que ha hecho sobre
Million Dollar Baby para la revista
Dirigido Por, que
“Frankie no trata de buscar a Dios en un sentido cristiano, sino de hallar en la Trascendencia algún tipo de respuesta que alivie su congoja”. Lo que está claro es que la existencia de Dios no es para él un planteamiento abstracto, sino la búsqueda vital de una redención que le libere del peso de la culpa.
Eastwood dice que “al igual que en
Mystic River, el público tendrá que decidir hacía dónde va la historia después de que la película finalice”. Lo cierto es que su envejecido semblante, surcado de arrugas, no puede esconder el dilema al que Frankie se enfrenta: Si quiere tanto a Maggie, que desearía verla libre de todo sufrimiento, ¿estaría dispuesto a condenar su alma por amor a ella? Es un falso dilema, por supuesto, pero es así como Eastwood lo plantea, ya que no ve otra redención posible, que la expiación de su propia culpa
. La buena noticia del evangelio es que sin embargo hubo Alguien semejante en todo a nosotros, cuya misericordia se muestra en un sacrificio capaz de expiar todos nuestros pecados (Hebreos 2:17). Esa es la única redención posible. Fuera de ella, no podremos encontrar otra liberación del peso de la culpa.
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