El pasado 11 de Julio el gobierno español informó al Congreso de las nuevas medidas que adoptarán a lo largo de las próximas semanas, en respuesta a la dramática situación de déficit en las cuentas públicas, anticipando un paquete de decisiones que ya han sido calificadas por todos los medios como el mayor recorte de la moderna historia española.
La grave situación de nuestro país es incuestionable, con el lamentable mérito de acumular todos los indicadores negativos: una recesión económica sin visos de inflexión inmediata; una tasa de desempleo que se acerca al 25%, alcanzando el drama humano entre la población joven; una persistente desconfianza de los inversores, que exigen unos insostenibles intereses para financiar nuestras necesidades; un sistema financiero sometido a la escrutadora revisión externa, por la evidente falsedad en las cifras publicadas por muchas de las entidades; una dependencia agónica de los fondos y medidas europeas, que puedan aliviar lo que como país no somos capaces por nosotros mismos… Y a todo eso hay que añadir las inevitables exigencias de aquellos a los que hemos de recurrir para que suplan, con decenas de miles de millones, nuestras necesidades para poner orden en nuestras cajas de ahorro, o a los que pedimos que compren una deuda pública que ningún inversor está dispuesto a hacerlo, si no es a precios imposibles de pagar.
Por todo ello es indiscutible que nuestra clase política –en las diferentes administraciones públicas, en las que casi la totalidad del espectro político tiene finalmente responsabilidad- debe tomar medidas que corrijan una situación insostenible, pues la falta de decisiones tan sólo nos conduciría a la quiebra como país. Pero otra cosa es el enfoque y objetivo de tales medidas, así como los principios éticos que denotan las actitudes, prioridades y argumentaciones que llevan a tales decisiones.
En los últimos 2 años y medio, la gestión de la crisis ha sido abordada por dos administraciones de distinto signo político, pero
en todas las medidas adoptadas se ha reproducido un mismo enfoque: cargar el esfuerzo en la parte más débil y desprotegida de la sociedad. La rebaja –cuando no la supresión directa- de las ayudas a parados y dependientes. Las sucesivas subidas del IVA, que empobrecen aún más a la población con menos recursos, por la propia naturaleza del impuesto. La progresiva disminución de recursos en la atención sanitaria pública, que ha disparado las listas de espera y disminuido el grado de satisfacción y eficiencia. Las congelaciones y reducciones de pensiones, que añaden vulnerabilidad a cientos de miles de ancianos sin ingresos suficientes para garantizarles una vida digna por sí mismos. Las reiteradas mutilaciones salariales a los funcionarios… Y en todas esas medidas han participado –directamente o con su refrendo- prácticamente todas las fuerzas políticas sin distinción.
Pero
lo auténticamente dramático y denunciable no es la dureza de los sucesivos e interminables ajustes, sino el sentimiento, cada vez más arraigado en la población, de estar sufriéndolas por la irresponsabilidad de una casta política que vive alejada y de espaldas al pueblo al que debería servir.
Porque
un país puede entender que hay que ajustar los gastos a la realidad de los recursos con los que se cuentan; puede asumir que un cambio de ciclo exige una revisión de prioridades; e incluso puede sufrir la pérdida de determinados logros cuando entiende que hay una disminución de ingresos. Pero
lo que difícilmente puede entender, asumir y sufrir una sociedad, es la permanente falta de ética en el ejercicio de la función pública por los gobernantes. Porque en su ejercicio del poder vienen abusando constantemente de los medios públicos a su alcance, con su permanente e irresponsable recurso al endeudamiento, permitiendo que muchas administraciones deban miles de millones de euros por compras y servicios nunca pagados. Porque se han instalado en la hipocresía y la falacia, descalificando hoy al contrario para mañana hacer exactamente lo mismo. Porque han perdido gran parte de su credibilidad, prometiendo hoy lo que mañana se incumple sin sonrojo alguno… Y de nuevo en todo esto no queda formación política que se libre.
Entre las muchas instrucciones de orden social que Dios dio a su pueblo en tiempos de Moisés (¡qué bueno sería que nuestros políticos las releyesen para repasar los conceptos de responsabilidad, equidad y preservación del bien común!), encontramos una de tremenda actualidad para nuestro presente como nación: ‘
No tomes soborno, porque el soborno ciega la sabiduría y pervierte la justicia’ (Dt 16:19).
En nuestro país hemos institucionalizado el soborno como forma propia de gobierno y administración de los asuntos públicos.
Porque soborno es la proliferación de cargos de confianza política, multiplicados por miles en todo tipo de administraciones, organismos y empresas públicas. Cargos que suponen miles de millones de euros anuales, pero que nadie siquiera cuestiona. Para nuestros políticos parece más fácil recortar prestaciones y coberturas sociales a los más desprotegidos, antes que perder todos esos destinos, con los que poder usar el dinero público para sostener a los ingentes cuadros de los partidos políticos.
España es uno de los países que más políticos tiene por número de habitantes del mundo y esto se ha constituido en la práctica habitual para que los partidos financien y sostengan a sus propios cuadros. La llamada “clase política” se ha desconectado de aquellos a los que dice servir y se ha convertido en una institución en sí misma, que parece tener por principal finalidad el perpetuarse.
Soborno es un sistema parlamentario, autonómico y municipal que impide el voto personal en conciencia, obligados todos a la disciplina partidaria bajo la sanción económica y al “no salir en la foto”.
Ese soborno institucional como modelo de ejercer la función pública es el que nos ha llevado a la actual situación, en la que los políticos muestran serias carencias de responsabilidad política y moral frente a la sociedad. De ese modo pueden usar inmoral e ilegalmente los fondos públicos, con la seguridad de que sus compañeros cubrirán, justificarán y aún premiarán su proceder, en un vergonzante “hoy por mí, mañana por ti” (el partido que esté libre de este pecado, que tire la primera piedra). Esa carencia ética es la que permite que el consejo de administración de la segunda caja de ahorros firmase unos falsos beneficios, para finalmente descubrir unas pérdidas de unos 25.000 millones (consejo formado por representantes del PP, PSOE, IU, sindicatos y organizaciones empresariales, todos ellos responsables con sus firmas)
Mantener una deplorable disciplina presupuestaria en muchas autonomías y gobiernos locales, mientras esas mismas administraciones recortan prestaciones sociales a la población. Favorecer amnistías fiscales para los defraudadores (repetidas por los dos partidos mayoritarios en sus gobiernos) mientras se penaliza a quienes cumplen la ley. Mantener subvenciones por decenas de miles de millones a actividades privadas, que deberían ser sufragadas por sus seguidores (partidos políticos, sindicatos, Iglesia Católica), mientras se recorta el gasto en educación, investigación, sanidad y lucha contra la pobreza… Nuestro día a día está lleno de evidencias de una pérdida de ética en las prioridades y en la toma de decisiones.
La historia nos cuenta que a finales del Siglo V AC, en tiempos del imperio persa, Nehemías fue nombrado gobernador de Jerusalén para abordar su reconstrucción tras largos años de devastación, ruina y miseria. Su modelo de gestión pública es un reto permanente: ‘
Desde el día que me mandó el rey que fuese gobernador… ni yo ni mis hermanos comimos el pan del gobernador. Pero los primeros gobernadores que fueron antes de mí abrumaron al pueblo tomando de ellos gravosos impuestos, y aun sus criados se enseñoreaban del pueblo. Pero yo no lo hice así, a causa del temor de Dios… porque la servidumbre de este pueblo era grave’.
España necesita profundas y drásticas reformas estructurales, pero sin duda la más necesaria tiene que ver con el modo en que nuestros políticos entienden la función pública. Si no les mueve a recapacitar el temor de Dios, esperemos que al menos lo haga la gravedad de la servidumbre de su pueblo.
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