El libro de los Wickham (Pablo, el padre y Miguel su hijo) trae un poco de aire fresco no contaminado sobre el candente tema ecológico al reducido hábitat de la bibliografía evangélica en lengua castellana.
Es cierto que los protestantes españoles, en líneas generales, nos hemos preocupado poco por la protección del medio ambiente, así como por las implicaciones proteccionistas de los primeros versículos de Génesis. Puede que, a título personal, alguien haya militado o milite en alguna organización ecologista pero, desde luego, esto no se ha traducido en un posicionamiento unánime del denominado pueblo del libro.
Semejante negligencia podría ser un pequeño ejemplo de la actitud del cristianismo a lo largo de la historia. De ahí la crítica, más o menos justificada, de algunos.
¿Son responsables las religiones monoteístas de los actuales desequilibrios ecológicos que sufre el planeta? ¿Se puede echar la culpa a la Biblia del equivocado “dominio” sobre la naturaleza ejercido por el mundo occidental? Quizás la creencia de que el reino de Dios no es de este mundo (reino al que todos los cristianos aspiramos) haya podido influir en cierto menosprecio por las cosas terrenales de este otro reino material en el que habitamos. Si únicamente se anhela el cielo, ¿por qué esmerarse en el cuidado de la Tierra? Es posible que este flagrante error teológico se deba a una mala interpretación del sentido de ciertos términos bíblicos, tales como “señorear”, “sojuzgar”, “llenar la tierra” o “ejercer dominio”.
En Ecología y cambio climático se admite que hay algo de razón en estas acusaciones, sobre todo si se tiene en cuenta la actitud del cristianismo oficialque en sus interesadas alianzas con los poderes seculares ha permitido la irresponsabilidad generalizada hacia la creación.
“La iglesia misma, en su afán de enfatizar en demasía la redención personal, ha hecho poco caso de lo que la Palabra de Dios enseña acerca de
cómo debemos vivir y en quién debemos confiar. Cuando el ser humano se aleja de la relación personal con Dios, cuando sus prioridades no son las de servir al Creador y obedecer su Palabra, es cuando comete atropellos contra la misma naturaleza que le sustenta” (p. 105). Al imponerse la avaricia y el afán de lucro sobre el respeto a los ecosistemas naturales las consecuencias han sido desastrosas. Hay que reconocer que la sociedad occidental -constituida también por muchos cristianos nominales- se ha alejado de los fundamentos de la Palabra de Dios.
Este alejamiento ha sido el principal responsable de los llamados “ecopecados” de la humanidad, entre los que destacan la contaminación de la biosfera, el agotamiento de los recursos naturales, la explosión demográfica y la carrera armamentista. La polución ambiental es quizás el factor que más reacciones despierta en la opinión pública porque afecta a elementos, como el aire y el agua, que son esenciales para la vida. La emisión de gases contaminantes a la atmósfera, sobre todo del dióxido de carbono, que se produce en la combustión de los hidrocarburos (carbón, petróleo o gas), está contribuyendo a elevar la temperatura global de la tierra. Si la tendencia actual continúa, el deshielo de los casquetes polares con la consiguiente elevación del nivel medio de los océanos puede hacer desaparecer miles de ciudades e islas en todo el mundo. A este oscuro futuro hay que añadir también las repercusiones de la lluvia ácida y la contaminación de las aguas de mares, lagos y ríos.
El agotamiento de los recursos naturales es una realidad que se pone de manifiesto cada vez que un satélite artificial realiza fotografías de la Tierra desde el espacio. La deforestación se detecta por la progresiva disminución de las manchas verdes de vegetación en tales imágenes, mientras que la desertificación aumenta el color claro de las mismas. En los últimos cincuenta años han desaparecido más bosques y selvas que en toda la historia de la humanidad. Los desiertos del mundo extienden sus fronteras sin parar. Además del conocido problema de la superpoblación humana mundial motivado por algo tan positivo como la inteligencia del hombre al acertar a controlar y curar muchas enfermedades que antaño provocaban la muerte prematura, está el oscuro tema de la carrera armamentista con todos los perjuicios que arrastra para la propia humanidad y también para el entorno.
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La reflexión de esta obra plantea cuestiones como las siguientes: ¿cuál es el auténtico mensaje de la Escritura sobre la relación entre el ser humano y la naturaleza? ¿Hay bases bíblicas para una verdadera ética ecológica? ¿Qué implica ser imagen de Dios en relación con los problemas medioambientales? Después de una meticulosa introducción a los múltiples y graves desequilibrios ecológicos que estamos padeciendo en la actualidad, los Wickham escudriñan la Escritura para mostrar al lector las directrices bíblicas que deben orientar toda relación entre el hombre y el mundo natural. Si Dios es el único poseedor de la Tierra puesto que él la creó y colocó al ser humano como administrador y responsable de la misma; si por culpa del pecado humano el creador se reveló en Jesucristo para poner en marcha un plan de rescate que abarca no sólo a la humanidad sino también a la creación animal y al universo en su conjunto; entonces estamos invitados a ser partícipes de ese plan y colaboradores de Dios en la reconstrucción de la nueva creación.
La criatura humana fue diseñada para colaborar con su creador. El texto bíblico desea comunicar que el hombre y la mujer son representantes o sustitutos de Dios en el gobierno del mundo. Pero este mundo fue creado con un orden y una armonía originaltal que continúa todavía reflejando claramente la grandeza de Dios y constituye una revelación de “su eterno poder y deidad” (Ro. 1:20), a pesar de la corrupción del pecado. El hombre no está autorizado para provocar el desorden irrefrenado ni el desequilibrio ecológico. Este es sin duda el mayor ecopecado de la historia, alterar el orden del cosmos creado por Dios. Destruir la estabilidad de los sistemas naturales en base a unos intereses mezquinos y egoístas. La misión humana en el paraíso consistía precisamente en todo lo contrario, “cultivar y guardar” (Gn. 2:15). Fue la conservación y el cuidado de la naturaleza la orden primigenia que Dios dio y que el ser humano tardó bien poco en olvidar. El primitivo destino del hombre habría sido reproducir o perpetuar la actividad creadora de Dios en el mundo. También este debería ser hoy el auténtico sentido del trabajo, imitar el quehacer divino de los orígenes. Desde tal perspectiva la actividad laboral humana serviría para recordarle al hombre que no es el dueño absoluto de la naturaleza, sino que ésta pertenece a Dios. De manera que la principal tarea de la criatura inteligente debería ser administrar la creación con sabiduría y responsabilidad, como el mayordomo sagaz de la parábola. ¿Por qué no se ha actuado así? ¿a qué se debe esta actitud de abuso y despilfarro? Sólo existe una respuesta, el pecado que anida en el alma del hombre. La rebeldía de darle la espalda al creador y creerse como Dios.
Sin embargo, la conciencia ecológica que hunde sus raíces en el evangelio de Jesucristo para buscar el agua de vida capaz de saciar la sed material y espiritual de un mundo que agoniza, es la única alternativa auténticamente válida que le queda todavía al hombre para restaurar, en la medida de lo posible, el equilibrio de los sistemas naturales y humanos.
La propuesta cristiana de fraternidad entre los hombres debe ampliarse hoy a la de comunión con el resto de la naturaleza. Ésta es también la invitación que nos hacen los Wickham en su obra,
Ecología y cambio climático. Un libro publicado por Andamio en 2012 que recomiendo encarecidamente.
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