El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
La extrañeza por lo desconocido, la distancia de la lejanía, desaparecen en las conversaciones compartidas con la otra realidad. En momentos como el de conocer a un delantero centro de Evinayong al que siempre le envían balones por arriba.
Para salir de Bata por carretera, en dirección al interior de Guinea Ecuatorial, es necesario atravesar las grandes naves industriales que rodean el puerto de la ciudad. Un paseo por gigantescas estructuras de metal y chapa, blancas y frías, y cuya carretera está llena de badenes y huecos inundados por agua marrón. Luego se abre el cielo en forma de peaje de pago, y ya sigue una autopista decente. A lo largo de los kilómetros, van apareciendo personas sentadas en el muro de protección que separa los carriles de ida de los de vuelta. Resulta imposible no preguntarse a qué o a quién esperan, porque están solas en medio de una nada de cemento rodeada de selva, sin ningún puesto improvisado de productos que vender ni ninguna barrera que defender.
Tal vez sea la principal incógnita del viaje, pero no lo más sorprendente. A diferencia de los paisajes de sabana, predominante en países de más al sur de África como Mozambique o Sudáfrica, la vegetación selvática inunda todos los rincones recónditos de Guinea Ecuatorial. Es como una especie de masa homogénea verde que parece que nunca vaya a detenerse en su avance, hasta que llega al filo de la carretera y se detiene para continuar en el otro filo. No importa que se vaya ganando altitud a medida que Evinayong está más cerca. La selva sube por las elevaciones de terreno y vuelve a descender hasta el nivel de los ríos, o del océano en el caso de Bata. La poética de un país son sus paisajes y Guinea Ecuatorial se escribe con un verde intenso que no da lugar a espacio, más allá del cielo en su parte superior y la tierra de la que emerge toda esa masa.
La atención cautivadora de la selva sólo se ve interrumpida por las barreras. Aparecen de repente, en medio de la carretera, y en forma de una caña sujetada sobre un bidón y un bloque de cemento que el guardia baja una vez se asegura de que quién sea que está llamando a su control no representa una amenaza. No hay un orden determinado entre los oficiales. Imposible saber si realmente lo son. Unos van uniformados y se muestran serios, otros en chándal y saludan sonrientes. El grado de amenaza es una variable, más que un valor establecido.
UN DELANTERO CENTRO Y EL APASIONADO DE LA FOTOGRAFÍA
En Evinayong viven Pacual y Leo. El primero juega de delantero centro en un equipo local, se entrena entre tres y cuatro veces por semana y juega partidos los sábados. “Siempre me pasan balones altos y yo soy bajo. Sería mejor si me los pasaran por el suelo, rasos”, dice. ¿Será este nueve bajo pero rápido, según se define a sí mismo, una promesa del fútbol ecuatoguineano? Ese es un análisis que no toca hacer ahora. Como en cualquier otra plaza o parque de cualquier ciudad europea, un niño pide su oportunidad en la ilusión del sueño futbolístico. Un trocito de pasión y de infancia que nunca nadie debería privar.
Pero la conversación con Pascual, y con cualquier otra persona en el lugar, se ve interrumpida por Leo. Más bien, no es que Leo interrumpa, sino que como Pascual o cualquier otro niño en cualquier lugar de Guinea Ecuatorial y en cualquier plaza o parque en Europa, también reclama la legítima correspondencia de su ilusión, que en su caso pasa por la fotografía. No por hacerla, al menos por ahora, sino por aparecer en ella. Y cuando se le complace en algo que puede parecer tan ínfimo, él despliega una sonrisa, agita las manos y saca la lengua. Todo un símbolo de la magnitud que sólo corresponde a las ilusiones cumplidas y a los sueños hechos realidad.
EXTRAÑOS CONOCIDOS
A unos diez minutos en coche de Evinayong aparece Movun, un auténtico poblado de interior, aunque con casas de madera y de colores al igual que en algunos barrios de Bata. Hay personas que esperan a la entrada de sus hogares a ver pasar cualquier animal, persona, o blancos perdidos por aquella zona. A pocos metros de una de las casas comienza un camino que se adentra de lleno en la selva y llega hasta un riachuelo.
Una sensación de extrañeza se apodera fácilmente del ambiente a pie del agua, viendo como el afluente sigue su cauce hacia un interior desconocido y que despierta todo tipo de imaginaciones. Sin embargo, allí mismo reaparece la visión de Pascual. El delantero centro de Evinayong que pide pases rasos y no altos. Y a su lado está Leo, agitando los brazos, sonriendo y sacando la lengua para su próxima fotografía.
Y entonces la selva, con todo su verdor, se vuelve pequeña, las distancias desaparecen y ya no puede dar miedo doblar la esquina del riachuelo que bordea Movun. Porque en esos dos niños cualquiera puede recordar su pasión por el fútbol de barrio, además del problema de los pases altos o rasos. Cualquiera puede recuperar la ilusión original por posar en una fotografía, la de antes de que apareciesen la timidez y la pereza. Un idioma universal que se habla y se comprende en las plazas de Europa y las fincas de vegetación silvestre de Guinea Ecuatorial. A la luz de la niebla fría del viejo continente y bajo el sol de justicia del trópico africano. Sin fronteras que separen las realidades, ni siquiera las barreras en medio de la carretera entre Bata y Evinayong. La pequeñez se apodera de lo extraño y todo resulta más cercano de lo que se creía.
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