El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Nuestros proyectos, tarde o temprano, se destruyen. Pero el proyecto de Jesús permanece para siempre.
El fuego devorando parte del tejado de la catedral de Notre Dame nos ha dejado imágenes impactantes que van aún más allá de la impresión que causa cualquier incendio.
Mientras la antigua madera de la iglesia parisina se consumía, muchos mensajes de condolencia señalaban el símbolo cultural, la referencia turística o la importancia arquitectónica y artística de la catedral. Pocos se fijaban en el objetivo primordial del lugar, construido para que las personas puedan tener un encuentro con Dios.
En cierto sentido, nuestra sociedad ha “quemado” esta perspectiva espiritual de la vida. Incluso algunos se atreven a predecir el fin de las religiones, como si estas dependieran de un proceso evolutivo en el que el ser humano debe dejar atrás la fe para abrazar un futuro en el que Dios no tiene cabida.
Las teorías secularistas que quieren borrar a Dios del presente y dejarlo en un reducto de la historia, sin embargo, tropiezan con la realidad del hambre espiritual que forma parte de la misma esencia del ser humano. Ante la Notre Dame que se quemaba, la emoción llevaba a miles de personas a arrodillarse, cantar y orar.
Pero quisiéramos hacer otra lectura. Notre Dame podía ser hermosa, pero no era divina. La catedral se quemó el mismo día que hace algo más de un siglo se hundía el Titanic. Los esfuerzos humanos son todos, en un sentido, herencia de Babel: podemos esforzarnos e incluso construir belleza, pero esta no permanece. Tarde o temprano la destrucción nos alcanza.
Es en esa realidad, que el libro de Eclesiastés describe como vanidad de vanidades, donde el evangelio brilla con más fuerza.
Hace casi dos mil años, una cruz parecía romper con el proyecto y los sueños de un hombre y sus seguidores. Desnudo, mutilado, abandonado, insultado, traicionado y despreciado, Jesús moría de forma vergonzosa y humillante.
La cruz parecía una derrota más en la historia de la humanidad. Sin embargo, tras el silencio y la muerte llegará el domingo. El poder de Dios hace una obra que no perece: Jesús resucita, dando esperanza a la humanidad sobre su mayor enemigo, la muerte.
Así, el mensaje del evangelio sigue conquistando a todos aquellos que miran a esa cruz y a esa tumba vacía con fe. Nuestras obras podrán perecer, pero la obra de Jesús es eterna. Aferrados a esa esperanza es como queremos vivir.
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