El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Hablar de “presencia de la iglesia evangélica en la política” es lo mismo que hablar de “lobbys agnósticos” o “bancada atea” participando en la política.
Hablando de América, leemos a menudo en los medios que el “lobby cristiano” o “la iglesia evangélica” está saliéndose de su papel de identidad y servicio espiritual y llevando “la religión” a la política.
Y a menudo usan la frase de Jesús de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, como si el sentido de esta frase fuese una orden para que el cristiano no participe en la actividad de la vida pública.
Nada más lejos de la realidad. Lo que Jesús dice es que participe, que dé al César lo que es del César, que en lo que corresponda ejerza su papel como ciudadano.
(Otra cuestión es cuando la conciencia del deber ciudadano colisiona con el deber de seguidor de Jesús, que ha sido muy bien abordado por Xesús Manuel Suárez en este medio).
Hay una segunda falsedad: en el caso de los cristianos evangélicos no hay lobby ni religión que participa en política. De hecho no hay posturas unánimes en los cristianos evangélicos en cuanto a definición política, en todo caso coincidencia más o menos amplia.
Cierto que puede haber corrientes mayoritarias, pero por la sencilla razón de tener una misma cosmovisión de valores ante la vida, la que surge de tener la Biblia como última referencia de fe y conducta (algo que originó la aparición de las democracias modernas, la libertad de conciencia, la abolición de la esclavitud, la ética del trabajo, es decir, el progresismo auténtico).
Pero hablar de “presencia de la iglesia evangélica en la política” es lo mismo que hablar de “lobbys agnósticos” o “bancada atea” participando en la política.
La realidad es que se quiere negar al cristiano evangélico o protestante el derecho y deber a participar en la vida pública desde sus convicciones, como sí se respeta para el resto de personas.
Porque la vida pública es el espacio en el que todas las formas de entender y valorar la convivencia y la vida llega a puntos de acuerdo y consenso. No el lugar en el que se impone una sola ideología monolítica a toda la población.
Incluso quien se abstiene de participar ya está participando con su pasividad, que es otra forma de hacer política: que los demás decidan por mí, por mis hijos, por mi sociedad. Yo, desde luego, no creo que esta forma pasiva sea la mejor forma de ser sal y luz en la sociedad.
Pero cuando un ciudadano o ciudadana de fe evangélica se compromete en la vida social, no sólo tiene el mismo derecho de quien es agnóstico, ateo o de cualquier creencia. Está cumpliendo la misión que el propio Jesús le encomendó. Como antes de él hicieron José con el Faraón, Daniel con Nabucodonosor, Ester y Mardoqueo con el rey Asuero, y un largo etcétera.
Que cada creyente elija libremente y en conciencia su lugar, pero que nadie se lo niegue. Y si nos lo niegan, derribemos esos muros de intransigencia que coartan nuestra libertad como ciudadanos y personas de fe.
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