El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Seguir a Jesús no nos hace conservadores o progresistas. Nos hace diferentes. Para trastornar el mundo.
Los términos progresista y progresismo nacieron, en el contexto de la Revolución Liberal del siglo XIX, para designar a los reformistas, partidarios de la idea de progreso en el plano político-institucional, el cambio social y las transformaciones económicas e intelectuales en favor de las libertades individuales, frente a los conservadores, partidarios del mantenimiento del orden existente [1].
Hoy en día esta idea se ha transformado en una etiqueta que se utiliza para descalificar a quien no está de acuerdo con el pensamiento imperante en la sociedad actual. Como si ese pensamiento humano y cambiante fuese una verdad absoluta, una autoridad como el César de Roma al que había que considerar un “dios” en la Tierra.
En especial se clasifica así a los cristianos evangélicos, con el foco puesto en Latinoamérica y el progresivo crecimiento de la fuerza de su voto en la política.
Por ejemplo, el defender la fidelidad conyugal, ver la promiscuidad sexual como negativa, o entender el aborto como acabar con una vida humana no es “progresista”.
Y por el contrario, quienes implantan un sistema que es conservador con los valores éticos y morales de nuestro tiempo (léase ideología de género), a pesar de su conservadurismo se etiquetan como “progresistas”.
Se llega así a la curiosa paradoja. Los cristianos que están en contra de conservar los valores arraigados en la sociedad actual son “conservadores” (a veces “ultraconservadores”) precisamente por querer romper el orden establecido.
Cuando la realidad es que la sociedad actual es “ultraconservadora” en defender obsesivamente la anarquía sexual y el infravalorar la dignidad del ser humano en sus momentos más débiles: antes de nacer, en la discapacidad y en la vejez.
No puede haber progreso real sin tener en cuenta a Dios y su palabra revelada. De hecho las actuales sociedades modernas surgen del trabajo y la fe de personas arraigadas en los valores judeo-cristianos.
Y no hay nada más ultraconservador que dar la espalda a Dios, desde Génesis a Apocalipsis se repite vez tras vez, o en cualquier libro de Historia. Y esa postura ultraconservadora de negar a Dios lleva a una sociedad que no progresa en lo esencial, aunque sí en aspectos materiales y de organización.
Los primeros cristianos, sin prejuicios de pensar si eran considerados liberales o conservadores, fueron a contracorriente de su tiempo.
Lo relata el libro de Hechos (17:5-7): Entonces los judíos que no creían (…) juntando una turba, alborotaron la ciudad; y asaltando la casa de Jasón (…) trajeron a Jasón y a algunos hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá; (…) y todos éstos contravienen los decretos de César, diciendo que hay otro rey, Jesús.
A contracorriente, revolucionarios, con Jesús como rey. Eso es ser cristiano. No eran progresistas por querer cambiar el mundo, ni conservadores por defender los principios escritos en la Ley, los profetas y la enseñanza del Evangelio de Jesús.
Eran simplemente quienes tenían a Jesús como rey. Y esa es la verdadera pregunta: ¿quién es el Señor que gobierna en tu vida? ¿Los césares de nuestro tiempo o Jesús de Nazareth?
Seguir a Jesús no nos hace conservadores o progresistas. Nos hace diferentes. Para trastornar el mundo.
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