No hace falta ser doctor en antropología para saber que el individuo necesita el respaldo de un colectivo. Tampoco se requiere mucha meditación para entender que la Iglesia local debería satisfacer con cierta facilidad este anhelo innato.
Antes de decidir seguir a Cristo tuve un pasado oscuro. No pretendo transmitir la idea de que tengo un testimonio espectacular, en el cual Dios me saca del pozo de inmundicia más inmoral de la sociedad; sencillamente era un adolescente conflictivo, con cierto espíritu revolucionario y antisistema, y, como tal, invertía mi tiempo en hacer el macarra con una cuadrilla de descerebrados de características muy similares a las mías. Recuerdo robar en mercados chinos, pintarrajear muros y parques (graffiteros, lo que yo hacía no era arte; os tengo mucho respeto), enzarzarme en alguna pelea esporádica, y otras cosas por el estilo. Eso, y el rap, eran los únicos vínculos que me unían a tan desatinado grupo de amigos.
Y sin embargo teníamos muy claro lo que significaba pertenecer los unos a los otros. Si yo tenía un problema con alguien, mis amigos estaban allí para defenderme, sabiendo que la unión hace la fuerza. Si necesitaba dormir fuera de casa, no tenía ni que avisarlos: sus hogares siempre estaban abiertos para mí. Si los profesores me acusaban de alguna fechoría (lo cual ocurría con cierta frecuencia), ellos siempre me encubrían. Yo era perfectamente consciente de lo que hacían por mí, y respondía con fidelidad al compromiso que teníamos entre todos. Éramos hermanos.
Creo que el principio elemental de la hermandad es la aceptación de una personalidad diferente a la propia. Entre nosotros no había ningún tipo de conflicto al respecto. Obviábamos las diferencias, al punto que llegábamos a una actitud a mi entender insana: no había ningún tipo de discusión ética; cada uno tenía la suya, y no era necesaria la imposición de un criterio. Al fin y al cabo, no era precisamente la ética lo que nos unía. Con la aceptación, automáticamente llega el respeto. A menudo, en nuestro discurso, aparecían conceptos tales como “ganarse el respeto”, o “hacerse respetar”. Sin duda había una especie de método por el cual alcanzar ese status, pero una vez lo tenías, nada de lo que hicieras te lo podía arrebatar. Y así era: yo me sentía francamente respetado por los míos, y jamás perdimos esa virtud, incluso cuando alguien hacía algo verdaderamente vergonzoso.
Cuando aceptas lo distinto y respetas al extraño, tu mente asimila las diferencias durante un tiempo. Pero, transcurrido este variable período de normalización, empiezas a hacerte preguntas acerca de esa novedad con la que tienes que convivir. Nace en ti una nueva actitud que te acerca un poco más a la hermandad: el interés. El interés por profundizar en el conocimiento de una cosmovisión distinta (aunque sólo difiera en detalles mínimos). Interés por aprender de un modus vivendi con el que puedes hasta discrepar. Ese genuino interés nace del conocimiento de que compartes un vínculo mayor que las diferencias que empiezas a descubrir.
Al profundizar en el conocimiento de lo diferente, descubriremos facetas que nos fascinan en la persona que tenemos al lado. A su vez, uno mismo posee cualidades que los demás aprecian, surgiendo una especie de “mercado” de virtudes del cual la relación se nutre. La admiración entre hermanos en potencia provoca las acciones y actitudes que se desarrollan en una relación tan profunda como ésta: ahora tenemos, como mínimo, algo que agradecernos el uno al otro. Obraremos en consecuencia: el respaldo común nos hace avanzar en la misma línea, con impulso y motivación renovados. De este respaldo surge la defensa común, y construimos una muralla en torno a nuestra hermandad, de modo que todos apoyamos nuestros brazos sobre la espalda del de al lado, a modo de equipo de rugby.
Es en este momento cuando todas las piezas se ensamblan perfectamente y algo hace “clic” en una relación interpersonal: reconozco que una persona es mi hermano porque hay algo que nos une de manera transcendental, y nos mueve a defendernos mutuamente. Y le defiendo porque le acepto tal y como es, y respeto sus diferencias conmigo. Hubo un momento en nuestra relación en la que estas cuestiones despertaron en mí cierto interés y curiosidad, y, al profundizar en su cosmovisión, sentí verdadera admiración. No quiero decir que comparta todos los conceptos que me ha enseñado, sino que ciertas características de su personalidad me han retado a imitarle en varios aspectos de la vida. Esa admiración me mueve a apoyar a mi hermano, y a respaldarlo en todo lo que haga, involucrándome en sus objetivos, y él en los míos, para avanzar en la misma dirección. Nada nos puede detener, porque entre nosotros nos defendemos con uñas y dientes de todo aquél que quiera destruirnos.
Y lo que es más importante: detrás de todo este proceso está el amor. Un amor tan intenso que los griegos decidieron darle nombre propio: “philos”. Os invito a reflexionar sobre Hechos 4:32-35, y a conocer en profundidad en vínculo que unía a aquellos hermanos.
#SomosHermandad
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