Cuando llegué a Estados Unidos, me vino a recoger al aeropuerto de Philadelphia un gallego que estudiaba allí. De camino a la residencia universitaria donde iba a hospedarme, le dije algo así como “tío, al llegar a casa, con lo cansado que estoy del viaje, tengo que deshacer la maleta, colocar mis cosas y todo el percal…”. A mi paisano se le iluminó la cara y, con una sonrisa de oreja a oreja, me dijo “hacía meses que no escuchaba la palabra percal… es como si volviera a estar en casa por un instante”.
El fin de semana pasado fui a Madrid para ensayar con mi grupo. Unos buenos amigos de Ourense están estudiando allí, y tengo por costumbre visitarlos cada vez que voy a la capital. En fin, ya sabéis que los gallegos sólo hablamos con verbos simples, que ponemos artículo a los nombres propios y todo eso; así que, hablando, les dije algo así como “el otro día quedáramos para cenar el Isma y yo”. El simple hecho de decirles “quedáramos” en lugar de “habíamos quedado” les emocionó. Nos sentimos como si estuviéramos en la terraza de nuestro bar favorito en Ourense.
El año pasado, en mi piso de estudiantes había un gato. Y yo tenía tanta morriña que acabé hablando en gallego con el animal, porque parecía ser el único que me entendía en toda Salamanca…
Hace ya un par de milenios, unos cuantos galileos se plantaron delante de una multitud para hablarles del Evangelio de Jesús. Esto no sería tan espectacular de no ser porque el Espíritu Santo les dio la capacidad de hablar en los idiomas de los que estaban allí presentes; de modo que no sólo entendían a la perfección sin importar su procedencia, sino que las Buenas Noticias se les presentaban desde su cultura lingüística. Y eso tocó tan profundamente su identidad que tres mil de los que estaban allí decidieron seguir a Jesús.
Una vez mi padre dijo desde el púlpito: “tu idioma define cómo eres, tu manera de entender y poseer el universo”. ¡Qué razón tiene! Y Dios es muy consciente de ello. Al fin y al cabo, Él nos ha creado con una realidad cultural y lingüística determinada.
Los católicos entienden que, para hablar con Dios, es mejor hacerlo en latín. Los judíos creen que ha de hacerse en hebreo bíblico. Pero ni los judíos hablan hebreo bíblico con sus amigos, ni hacen lo propio los católicos con el latín (aunque, estudiando en una facultad de filología, ya he visto de todo). Sin embargo, Dios quiere acercarse a nosotros en nuestra lengua materna, por muy vernácula, vulgar o dialectal que sea. Eso hace que nuestra relación con Él sea especialmente personal, ya que nos dirigimos a Él desde lo más profundo de nuestra identidad cultural: nuestro idioma.
Y me diréis “pero Denis, ¡nosotros somos evangélicos! ¡Hablamos con Dios en español/gallego/catalán/euskera!”. ¿Estáis seguros al cien por cien de que os dirigís a Dios en vuestro propio idioma? Si tienes menos de treinta años, dudo mucho que utilices palabras como “anhelar”, “redimido”, “redargüir”… A no ser que estés hablando con Dios. Y no digo que esté mal utilizar estas palabras, el discurso en sí no tiene tanta carga como lo que nuestro corazón siente y lo que nuestra mente cree. Pero opino que si hablamos con Dios utilizando nuestras propias palabras, nuestras propias expresiones, por muy coloquiales que resulten, estaremos glorificando a Dios. Al fin y al cabo, le estaremos entregando lo más profundo de nuestra identidad: nuestro idioma, nuestra jerga y nuestra expresión comunicativa.
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