Nada sólido hay aún sobre la mesa para impedir la catástrofe que se anuncia y que, de evitarse, será en el último momento y a un precio político altísimo. Alguien va a salir derrotado de este pulso y esa derrota influirá en las próximas elecciones presidenciales y legislativas y en el rumbo político del país
Es, precisamente, ese precio político tan elevado lo que hace tan compleja la situación. Lo que está en juego en EE UU es, de forma inmediata, la solución de un atasco presupuestario que tiene la administración federal cerrada desde hace más de dos semanas y que puede obligar a la nación más poderosa del mundo a declararse en suspensión de pagos a partir de la medianoche del miércoles. Pero,
con una mayor perspectiva, lo que se decide en esta crisis es la fuerza de cada cual para imponer sus puntos de vista en la forma en que EE UU organizará sus finanzas y establecerá sus prioridades de gastos e impuestos en el futuro inmediato.
Si los republicanos más conservadores, amalgamados en torno al Tea Party, salen victoriosos de esta sangrienta batalla, lo que ahora mismo parece improbable, podrían convertirse en protagonistas de la situación política de este país de nuevo tras mucho tiempo desplazados. Si, por el contrario, esta crisis se resuelve en la línea de lo que desea Barack Obama, su partido y el sector moderado del Partido Republicano, habría razones para hablar del declive quizás definitivo del radicalismo de la derecha más conservadora y radical.
La incertidumbre actual es tal que es arriesgado anticipar en qué dirección se inclinará la balanza. Ambos bandos –republicanos radicales, por un lado, y demócratas y republicanos centristas, por otro- disponen aún de argumentos y, por supuesto, de recursos legislativos para resistir en la pelea, incluso para tratar de justificar el fracaso de una suspensión de pagos.
La más viable de todas las soluciones que circulaban ayer martes era una que se gestaba en el Senado de forma bipartidista y que pretendía retrasar la fecha fatídica de la suspensión de pagos hasta el 7 de febrero y extender el presupuesto para la reapertura de la administración hasta el 15 de enero. Eso, sin concesiones relevantes en la reforma sanitaria y con un compromiso de negociar un nuevo marco presupuestario antes de mediados de diciembre. Pero esa propuesta no ha sido todavía votada en el Senado, y menos aún se sabe cómo puede ser aprobada en la Cámara de Representantes.
Aprobar la salida de esta crisis con una mayoría de votos demócratas y una modesta aportación de votos republicanos sería tanto como reconocer que sólo el Partido Demócrata merece confianza para dirigir al país en periodos de turbulencia. Una profunda división en el seno del republicanismo sería la consecuencia casi inevitable de un paso como ese. El Tea Party, que empezó exigiendo la abolición de la reforma sanitaria para evitar la suspensión de pagos, seguramente entendería el acuerdo que se negocia en el Senado como una capitulación y emprendería acciones de castigo contra los actuales líderes del partido.
En última instancia, cuando el reloj marque la hora temida, si esa fórmula mágica no ha aparecido –y es muy difícil que aparezca-, tendrá que someterse a votación la solución propiciada por los demócratas y la Casa Blanca.
Si esa fórmula aparece –y para ello los republicanos más prudentes del Congreso están tratando de convencer a sus colegas del Tea Party del daño que pueden causar al partido-, aún así, le será difícil a la oposición evitar que, como ya indican las encuestas, Obama resulte favorecido de la crisis, al menos como la cabeza más fría entre una clase política que se ha revelado temperamental, apasionada e impredecible.
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