El fenómeno de los hijos que agreden físicamente a sus padres es minoritario pero va en rápido aumento. La Fiscalía General del Estado alertó Este verano que la situación es muy seria, preocupante.
Algunos padres se atreven a confesar que ponen un pestillo en la puerta de la habitación porque temen que su hijo cumpla las amenazas que va soltando de día. "Cada vez que salía algo referente a malos tratos en la tele, me decía: ´Tú vas a acabar así", cuenta una madre. Otro caso: un joven de 17 años que le parte la nariz a su mamá con la hebilla del cinturón "porque la muy zorra no lavó la camisa verde". Los expertos hablan de una patología social propia de la época contemporánea, que afecta a familias de todas las clases sociales. Los padres, desbordados, se muestran reticentes a pedir ayuda por miedo al estigma que supone el sentir que uno fracasó educando a sus hijos.
Lo cierto es que, casi inexistentes en la década de los noventa, los casos empezaron a aumentar a un ritmo preocupante a partir del año 2000. Durante 2008, las Fiscalías de Menores abrieron más de 4.200 expedientes por agresiones de hijos a padres, frente a los 2.683 del año anterior. En todo caso, esto apenas supone la punta del iceberg. Los casos denunciados se incrementan a un ritmo de unas mil por año, según Javier Urra, primer Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid, doctor en Psicología y autor de varios libros sobre la materia.
EDUCACIÓN PERMISIVA
Hay quienes consideran que el problema esencialmente es la educación demasiado permisiva y sin límites que recibieron estos pequeños tiranos. Otras voces hablan del síndrome del emperador. Creen que hay niños que nacen con una cierta predisposición genética a comportarse así y piden que no se haga tanto énfasis en la culpa de los padres para que el peso del estigma no les impida pedir ayuda antes de que sea tarde. "Estamos cometiendo el mismo error que en la violencia de género", alerta Vicente Garrido, profesor de Pedagogía y Criminología de la Universidad de Valencia.
El pequeño tirano busca ante todo revertir el orden jerárquico de la familia, quiere tomar el control de la casa recurriendo a todo tipo de violencia psicológica y física, sin importarle el dolor que pueda infligir a sus seres cercanos. Va avanzando paso a paso, tanteando y chantajeando a unos padres que dan a torcer su muñeca una y otra vez hasta que pierden todo tipo de autoridad.
SITUACIONES QUE SE REPITEN
"Acababa cediendo siempre, haciendo todo lo que ella quería para no provocarla. Si ella te decía esto, tú cedías para que no se enfadase, volvías a hacerlo para que no chillara, para que no te amenazara con que se iba de casa", cuenta María. "Me metía en la cama a veces con miedo. A mí me anulaba, pero a mi marido, no le dejaba comer en la cocina con ella. ´Yo con este cerdo no quiero cenar, que se quite de enmedio´, nos decía. Se convirtió en la reina y señora de la casa y nosotros en sus sumisos esclavos", rememora en las sesiones entre lágrimas.
El fenómeno es relativamente nuevo y no hay unanimidad entre los expertos. Quienes lo han estudiado de cerca insisten en separar este nuevo perfil de violencia de casos como el del hijo toxicómano que recurre a la fuerza para conseguir dinero, o de jóvenes que tienen alguna enfermedad mental que propicia ataques violentos. Tampoco suele ser una respuesta a unos padres excesivamente autoritarios ni tiene por qué darse en familias desestructuradas, aunque, en Vizcaya, el servicio de Mujer y Familia, que atendió 25 casos durante 2009, siempre ha detectado algún problema en la pareja -en el 36% de los casos, había antecedentes de violencia machista-.
Una educación liberal demasiado permisiva, en la que los roles y la jerarquía se han borrado, es el lugar ideal para que emerjan este tipo de comportamientos. Roberto Pereira y Lorena Bertino, de la Escuela Vasco-Navarra de Terapia Familiar, apuntan a que suele ocurrir en familias donde la relación entre padres e hijos está en pie de igualdad, donde las normas no se imponen sino que se negocian; en casos de padres sobreprotectores, que afirman querer a sus hijos "hagan lo que hagan"; en familias con progenitores insatisfechos con sus roles, que sienten que sus vidas están vacías o que no querían tener hijos. Otros casos se dan en parejas con una relación muy conflictiva, en la que recurren al hijo como arma arrojadiza, descalificándose mutuamente y creando un código que el hijo percibe como arbitrario. También destacan el perfil de padres que, por algún motivo, mantienen una relación excesivamente próxima, o fusional, con uno de sus hijos -suele darse más en familias monoparentales- y el de familias de inmigrantes reagrupadas después de un largo periodo de separación.
¿MADRE O AMIGA?
Los especialistas también coinciden en otras dos cuestiones: la madre es en la abrumadora mayoría de los casos la víctima; y el problema se está feminizando, a la vista del aumento de casos de hijas agresoras.
"Para mí, el mayor error que he cometido fue intentar ser su amiga en vez de su madre", prosigue María en su sesión de terapia. "Queremos ser tan amigos de los hijos y darles tanto. Ese ha sido otro error mío, darle todo lo que yo no he podido tener, porque vengo de una familia humilde".
Javier Urra, considera que el fenómeno es propio de una sociedad "de nuevos ricos", impensable en ámbitos más tradicionales donde estas conductas son duramente sancionadas por la comunidad. "No se da el caso de un niño gitano que pegue a su madre, o el de un chaval de un pueblo perdido de Castilla, donde los padres son labradores". Simplemente porque al día siguiente les caería una tremenda reprimenda, argumenta. "España salió de una dictadura y acogió con mucho gusto el prohibido prohibir del Mayo del 68. La natalidad bajó hasta el punto que el hijo se convirtió en un tesoro al que hay que educar entre algodones", añade. "Estos niños son los que, cuando tienen dos años, les pides que ayuden a recoger y no lo hacen. Son los mismos que con seis o siete años acaban enfrentándose con el profesor y el padre se pone de su lado. El pequeño dictador se hace. Hay padres que creen que decir que no a su hijo les crearía un trauma. Eso es un grave error: lo que neurotiza es no tener límites. Los niños tienen que aprender lo que es la frustración".
DESAPEGO AFECTIVO
Vicente Garrido, por su parte, cree que se pone demasiado énfasis en lo mal que lo hacen los padres. "Podrían haberlo hecho mejor, es cierto, pero ¿vamos a criticar a la madre que está sola en casa para atender a sus dos hijos por no ser una pedagoga excelente?", pregunta.
Garrido sostiene a contracorriente que hay una predisposición de algunos jóvenes a comportarse como si el mundo solo existiera para su uso y disfrute, que se caracterizan por una falta de amor hacia sus padres -o que los quiere de un modo demasiado egocéntrico-. "Los problemas suelen ser muy visibles en la preadolescencia, en el cambio de Primaria a Secundaria de la mano del desarrollo psicológico y hormonal", explica. Su mundo empieza a girar cada vez menos en torno a la familia y cobra mayor importancia la vida fuera del hogar.
"Estos niños aprenden rápido que las conductas violentas les permiten conseguir cosas que les importan mucho, como la hora de llegada, el no hacer tareas en casa o dinero. Algunos de estos niños muestran incluso antes de esos años conductas de desapego afectivo, falta de aprendizaje de la experiencia y comportamiento violento o incluso cruel", añade. "La importancia de la predisposición se ve en el hecho de que muchos de estos padres tienen familias con dos o más hermanos, y solo uno de ellos generalmente es el que presenta el problema", argumenta.
Llegados al punto de no retorno, los padres ya no pueden exigirle nada al hijo sin que este monte en cólera.
CONSTANCIA Y PERSEVERANCIA
Los especialistas resaltan que educar supone constancia y perseverancia, que no hay atajos fáciles. "También supone que los padres sean adultos y hay algunos que no lo son. Hay que formarse para ser padre, no se puede esperar que la respuesta venga de Papá Estado o de Supernanny", añade Urra.
Garrido, por su parte, incide en que tendrían que fortalecer el desarrollo moral de sus hijos, ser más vigilantes en la elección de las normas, encontrar los incentivos que permitan que el joven responda a los límites. La denuncia, añade es necesaria cuando los padres no tienen capacidad para reencauzarle. "Las familias no deben guardar esto en secreto. Para ello, los profesionales y los poderes públicos deberían cambiar de actitud y entender la desgracia que padecen, y no aumentarla estigmatizándoles. Y los servicios de orientación en las escuelas y los servicios sociales deberían prestar atención para intervenir lo antes posible. La justicia juvenil debe ser la última medida".
INSTRUCCIONES DEL FISCAL GENERAL
El 23 de julio pasado, el fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido, estampó su firma en una circular dirigida a todos los ministerios públicos de España con instrucciones sobre cómo actuar ante las denuncias por hijos que maltratan a padres. En ella pide que se diferencien claramente los casos en los que los padres denuncian hechos delictivos -en general, agresiones a sus familiares- de los casos en que los padres acuden a las instituciones en busca de una autoridad que ya perdieron en casa para instarles a ir al colegio o cumplir los horarios.
Indica para estos casos que los fiscales provinciales y superiores deben disponer de toda la información necesaria sobre programas preventivos, que varias comunidades autónomas ya están desarrollando, para lidiar con la agresividad de estos adolescentes. La fiscalía defiende que primen las medidas educativas que no implican recluir a los jóvenes. La libertad vigilada puede ser una opción aconsejable si existe riesgo de más agresiones, si va acompañada de algún tipo de terapia familiar, por ejemplo. En caso de dictarse una medida de alejamiento, el ministerio público defiende que se intente primero dejar al menor en manos de otros familiares antes de enviarle a un recurso público.
En Vizcaya, por ejemplo, la Diputación ha creado un centro específico para estos casos, así como un programa preventivo para jóvenes de entre 10 y 18 años. "Hay casos de 11 años, pero la mayoría tiene entre 16 y 18", explica Lola Menchaca, responsable de Mujer y Familia en la Diputación. Ahora, quiere ampliar el seguimiento hasta los 21 años. Eso, si el presupuesto les deja.
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