“El Señor cambió mi vida, la transformó, la restauró y me sacó de la prisión para llevar su Evangelio, para llevar la Buena Nueva a aquellos hombres que creen que no hay esperanza... Déjenme decirles que sí hay esperanza, se llama Jesús de Nazaret. Él es el camino, la verdad y la vida”. Son las palabras de
Gumercindo Domínguez Ayona, un hombre “nuevo” tras su paso por la cárcel. Nadie imaginaba que el que fuera conocido como el
Kalimba , un peligroso sicario que operaba en el sur de México,
ahora dedique su vida a Dios celebrando reuniones en un garaje donde predica y comparte su testimonio.
El
Kalimba tenía fama de esquivar a la policía como nadie. Todos conocían su historial de crímenes, pero nadie era capaz -o no se atrevía – a capturarlo. Fue así hasta el año 2003, cuando fue detenido por posesión de armas y entró en la cárcel para pasar allí dos años y medio. Lo que nadie imaginaba era que este acapulqueño, tras salir de prisión
luego de ser detenido 162 veces, se habría arrepentido y optado por tener en su mano en vez de una pistola una Biblia.
HISTORIA DE UN CRIMINAL
Kalimba tiene ahora 56 años. Es el mayor de nueve hijos de campesinos pobres. En vez de estudiar dedicó su tiempo a la siembra en el campo. Su padre cambio de oficio y ejerció como policía pero no de los honrados: mataba por dinero y a sus 34 años “lo que sembró, cosechó”, narra
Kalimba.
Por órdenes del presidente municipal, asegura, un convoy de soldados llegó a su casa y comenzó a disparar. Quemaron la casa para obligarlo a salir y ahí mismo lo mataron. “Mi papá había matado a varias personas y ya traían orden de colgarlo. En aquel tiempo no te metían preso, te colgaban de los árboles para allá en Guerrero, o en Oaxaca también. Yo veía a mi padre desde casa de un vecino, cómo me lo masacraban. Su cuerpo lo molieron del ombligo para arriba, lo tuvimos que recoger en tinas, lo despedazaron”, recuerda Domínguez Ayona.
A los 14 años de edad Kalimba se fue de su casa con el deseo de vengarse de quienes mataron a su padre. Entró a “una pandilla de 89 negros” en la marina de Icacos, en Acapulco, y pronto se convirtió en líder. Le decían El Blacky. Ahí aprendió cuán lucrativa puede ser la delincuencia y poco después prefirió independizarse. "Trabajó" en Acapulco, Cuernavaca, Guadalajara, Tepic, Los Cabos, México y Veracruz antes de llegar a Monterrey.
Hacía trabajos sucios con precio para todo, desde los cien mil pesos hasta los ochocientos mil (entre 5.000 y 50.000 euros), según lo difícil de la misión ejecutada.
Trabajó con todo tipo de personas: políticos, líderes sindicales, abogados. Muchos de ellos están en los penales, otros bajo tierra y otros tantos paseando impunes. Asegura que
la mayoría de las veces que caía en prisión no era por delitos graves. “Mis trabajos los hacía secretamente, yo caía a los penales por otro tipo de situaciones, yo no caía por trabajos”, recuerda.
Asegura haber sobrevivido a 17 tiroteos y que en uno de ellos recibió siete balazos que lo dejaron en coma. Fue la ocasión que más cerca estuvo de la muerte: aventaron su cuerpo junto con otros y emitió unos gemidos para avisar que seguía vivo. No recuerda más hasta que despertó siete días después en un hospital de Jalisco. Al día siguiente regresó el grupo de delincuentes que quería matarlo pero una enfermera lo escondió en el sótano y sobrevivió.
Ahora lo atribuye al plan que tenía Dios al final de su camino de delincuencia para él, pero
entonces se creía invencible. “Me buscaban como pan caliente para asesinarme y no me pegaban. Y en mi ignorancia y en mi rebeldía yo decía ¡es que yo soy
Kalimba!”.
Todos los asesinatos eran pagados. Él se acuerda cuando tenía un taxi de la CROC (organización sindical mexicana) y se subió un hombre que acababa de asaltar una panadería y le puso la pistola en la cabeza. El delincuente primerizo no contaba con que el chofer del taxi era un profesional y siempre cargaba con su pistola en el pantalón. Comenzó a conducir y de pronto clavó los frenos, el asaltante se fue de frente, y
Kalimba le disparó en la cabeza. Murió al instante.
Cada vez que realizaba un trabajo,
Kalimba se iba a Acapulco y se quedaba los dos o tres meses que le duraba el dinero.
Allí su sola presencia sembraba el miedo entre los vecinos. “Me tenían pavor. Se fueron ocho vecinos de aquí, tres de ellos vendieron las casas, dos policías y un judicial. Ahora que soy cristiano ya regresaron y me dicen ‘
Kalimba, si hubiéramos sabido no hubiéramos vendido’, ¡pero si ni yo sabía!”
RENOVACIÓN EN EL PENAL
Finalmente, el 17 de agosto de 2003
Kalimba fue detenido por posesión de armas: una pistola 45 luego de haber estado encerrando fumando cocaína por ocho días con múltiples prostitutas. Salió de su casa y disparó una camioneta en plena luz de día. Ésa fue la última vez que cayó en prisión y por primera vez no pudo librarse. Cuando en otras ocasiones no pasaba más de dos meses en el penal, esta vez pasó dos años y siete meses en el de Apodaca. Una pena reducida de 40 años a dos y medio, que atribuye a Dios.
Al poco tiempo en el penal, el 5 de enero del 2004, llegó con él un reo enfermo de sida, el hermano Rolando, mejor conocido como El Aguacate, preso por narcotráfico, llevaba nueve años encerrado y le faltaban 18 más en prisión.
El hermano Rolando le llevó el Evangelio y
Kalimba describe una purificación interior: lloró y gritó desesperado hasta convertirse. Lo único que le quedó fue su casa al poniente de San Pedro, la zona menos pudiente.
Allí fundó la Iglesia del Cordero de Dios. “Nadie creía en esta iglesia, los vecinos que me tenían miedo no creían que me cambió Dios. Decían:
Kalimba está más loco, bailando, danzando, cantando y alabando, está loco”.
El ahora pastor Gumer se describe como un hombre nuevo, está casado, y tiene dos pequeños hijos y uno más en camino. El de antes, el matón a sueldo, tiene otros 17 hijos regados por toda la República. Vive en una segunda planta. La primera es un garaje convertido en templo donde se entonan cánticos alabando a Dios. En las paredes, en el techo y en un refrigerador quedan los balazos de la gente que buscaba matarlo. La casa que era una maldición ahora reparte bendiciones. “Todo el que dude puede venir, soldado o delincuente, si duda venga a ver”, invita el pastor.
“Yo no le tengo miedo a nada porque yo ya no hago lo malo, yo hago las cosas buenas de Dios;
yo confío en Dios, en que él santificó este lugar y cambió mi vida para testimonio de muchos”, asegura. En su nueva vida
predica el Evangelio y busca jóvenes delincuentes para ayudarlos a dejar el crimen y acercarlos a Dios. Y concluye: "nunca es tarde para cambiar".
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