El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
El debate no es nuevo, ni exclusivo de España: regular la ofensa es algo sobre lo que no es sencillo trazar una línea divisoria absoluta.
Los representantes ante el Estado de cuatro confesiones religiosas, entre ellas Ferede, acaban de hacer público un duro comunicado en el que denuncian los ataques a los sentimientos religiosos.
Aunque no se mencionan específicamente, durante las últimas semanas se han producido varias noticias al respecto: el cambio paródico en el rostro de una figura de Jesús; la simbología católica empleada en el carnaval drag de Canarias, o el pregón blasfemo de Compostela a cargo de un actor que encarnaba la figura del Apóstol Santiago, son solo algunos ejemplos. Muchas personas se han sentido dolidas por este uso de la parodia y el humor basado en símbolos y creencias profundas.
Pero en el fondo, todos estos ataques a la fe lo que hacen es retratar a quien no ha sido capaz de encontrar una mejor forma de hacer humor. Son menosprecios tan inmaduros y con tan poca gracia que no merecen siquiera tanta atención mediática.
Pero el debate que aparece no es nuevo, ni exclusivo de España, dado que la regulación de la ofensa es algo sobre lo que no es sencillo trazar una línea divisoria absoluta, y que toca varias libertades que pueden entrar en conflicto.
Pongamos el ejemplo de Indonesia. En este país de mayoría musulmana, un candidato cristiano a la presidencia, Ahok, fue condenado por el delito de blasfemia -es decir, una ofensa al Islam- a dos años de cárcel, acabando así con sus posibilidades políticas.
Otro ejemplo. En Rusia, la mano del Estado ha llegado a prohibir actividades y toda libertad de expresión a los Testigos de Jehová. La Alianza Evangélica Italiana dijo al respecto: “La libertad religiosa tiene que ser una garantía para todos, incluso para aquellos que, según nuestro punto de vista, se equivocan totalmente (…) Cualquier religión, ideología o sistema político que no resiste las críticas o incluso las ofensas”, decían, “demuestra su propia debilidad”.
Solo un ejemplo más. En Reino Unido, en 2013, se debatía acerca de la reforma de la “Ley de Orden Público para la libertad de expresión”. Esta ley permitía denunciar a cualquier persona por el hecho de haberse uno sentido insultado. La norma estaba llevando a la detención de activistas en protestas públicas e incluso de predicadores callejeros por su mensaje “políticamente incorrecto”. La reforma de esta ley llevó a unirse en una plataforma a ateos y cristianos, con el lema “¡Siéntete libre para insultarme!”
En nuestro país, el Código Penal regula que el delito de odio se produce cuando hay expresiones que “se hubieran cometido contra un grupo (…) o contra una persona determinada por razón de su pertenencia al mismo (…) referentes a la ideología, religión o creencias (…) cuando de este modo se promueva o favorezca un clima de violencia, hostilidad, odio o discriminación contra los mismos”.
Esta ley pretende proteger tanto a grupos como a individuos de la ofensa y establece claros límites a la libertad de expresión. Pero, en la práctica, es absolutamente imposible de aplicar, más en la época de las redes sociales, y muestra de ello es el escaso alcance “social” de la norma.
Los representantes de las confesiones lamentan que la sociedad no sea sensible a su situación, y, según los firmantes, se esté confundiendo la libertad de expresión con la libertad de ofender a quien no piensa lo mismo que yo.
Las confesiones están en su derecho de protestar por lo que consideren una ofensa a sus creencias. Sin embargo, la protesta debería cuidarse de no cercenar la libertad de expresión teniendo en cuenta algo muy importante: el contexto.
No se puede equiparar la profanación de un templo con una parodia de carnaval. No se debería considerar, bajo el mismo criterio, una canción satírica que un insulto a una persona.
Para el ejercicio de la libertad de expresión se necesitan espacios para la sátira. Cada vez hay más colectivos que reclaman protección y amenazan a los demás con denuncias. Lo que está en juego, la libertad de expresión, es más importante de lo que parece.
Como cristianos, debemos estar dispuestos a pagar el precio de que también ataquen a nuestras ideas o creencias. Seguimos a un Jesús que fue insultado, pero que ofreció su perdón a quienes lo hacían. Si nos insultan a nosotros, tendremos que elegir si nos ofendemos o si perdonamos. Así, podemos ser ofendidos, pero también con respeto opinar, aunque se ofenda algún colectivo.
Sabemos que no hay una respuesta sencilla, y el tema merece ser debatido. Pero no deberíamos dejar la respuesta en manos de la ley, porque en cualquier momento esta podría volverse en nuestra contra.
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