El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Muchos callan la verdad. Pero ese silencio es un silencio cómplice, la mentira de silenciar la verdad.
La mentira no es sólo un vicio, sino una costumbre en nuestra sociedad española (y latina).
No sólo se permite, sino que se admira. Lograr engañar al otro es lo que la novela de picaresca ensalzó en “El Lazarillo de Tormes”.
Lo malo es que llega el punto en que es muy difícil conocer la verdad, por muy evidente que ésta sea. Mienten los políticos, mienten los jueces, mienten los fiscales, mienten los medios. Sean grandes mentiras o mentiras a medias (o verdades a medias, ¿ven cómo se relativiza?).
¿Por qué? Porque están al servicio de intereses determinados. No importa la verdad, importa lograr servir a su señor, sea éste el poder político, económico o el loby correspondiente.
Es imposible imaginar un partido político en el que su máximo responsable ignore un proceso de corrupción generalizado, o la actuación malversadora de algunos de sus principales dirigentes.
Es impensable que si la prensa demuestra un hecho delictivo de un cargo público quienes supervisan a este cargo miren hacia otro lado como si nada ocurriese.
Unos callan por comodidad, otros por miedo a perder alguna prebenda o a ser perseguidos. Y otros, finalmente, porque están implicados (por activa o pasiva) en lo ocurrido. Pero ese silencio es un silencio cómplice, la mentira de silenciar la verdad.
También en la/s iglesia/s a menudo se calla (cuando no se encubre) el abuso espiritual, la corrupción abierta o encubierta, la violencia doméstica y -de sobra conocidos- los terribles casos de pedofilia y abusos sexuales.
Por eso cuando se habla de regeneración política o institucional o eclesial manteniendo a quienes mienten o consienten la mentira en el poder, nos parece la mayor de las incongruencias. “Lavar los trapos sucios en casa” se convierte en “meter la basura debajo de la alfombra”.
Porque la verdad, ya lo dijimos en otro Editorial, es molesta y se acalla a golpes. Así lo hizo Pilatos lavándose las manos ante Jesús: ¿Qué es la verdad? Mientras asesinaba la verdad sometiéndose a las mentiras de los acusadores del Maestro de Galilea.
Pero volviendo a la mentira, Jesús mismo enseñó que es la esencia misma de la maldad: el Diablo es el padre de toda mentira, y quienes mienten son hijos del diablo.
En otros países (dicho sea de paso, de cultura protestante) la mentira es execrable. Bill Clinton perdió la Presidencia de EE.UU. por mentir en sus declaraciones, y no por sus excesos en el Despacho Oval. Ministros alemanes han dimitido por simplemente mentir en su tesis doctoral al plagiar artículos ajenos en un copia y pega. Suena a chiste en la cultura española y latina, y eso es lo triste.
¿Somos hijos de la verdad o de la mentira?
Esta es la pregunta que debemos contestar como ciudadanos. Y como creyentes (quienes lo seamos), porque no nos debemos a nadie: estamos sujetos a nuestra conciencia a la luz de la Palabra de Dios, y no a ningún otro interés, sea cual sea.
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