El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Queremos ser sujetos de autoridad moral por un discurso o palabras afortunadas, pero el auténtico cambio vendrá cuando nos arrodillemos todos delante de la cruz del Gólgota.
El camino del dolor nos lleva a un país en el que todos somos iguales, dice una conocida frase.
La barbarie terrorista, lo inhumano de la crisis de refugiados, la crisis social que afecta a los más desprotegidos y vulnerables. Todo nos conduce a arrodillarnos ante quien llevó todas las culpas y el castigo de nuestras maldades. Jesucristo.
Buscamos “malos” y “buenos”. Y sin duda hay conductas abyectas (el terrorismo, la corrupción) y otras a reivindicar (el respeto mutuo, la convivencia en diferencia). Pero es imposible que ningún ser humano se sitúe en el nivel de absoluta inocencia -activa o por omisión- en toda la problemática que rodea nuestra sociedad y nuestro tiempo.
Se levantan y levantarán voces que justamente condenan el terrorismo, pero esas mismas voces en la intimidad fomentan o consienten el terrorismo doméstico, el abuso de los más débiles, o la inmoralidad escondida en diversas formas.
No es un discurso derrotista, sino realista. Queremos convertirnos en sujetos de autoridad moral por unas palabras afortunadas, pero el auténtico cambio vendrá cuando nos arrodillemos todos delante de la cruz del Gólgota reconociendo que sólo la sangre del único y puro inocente puede limpiarnos.
La libertad vendrá cuando el postureo político y religioso ceda paso al rey que vino montado en un simple pollino para morir por cada uno de nosotros, tan pecadores como los fariseos, los romanos y los discípulos cobardes que traicionaron la verdad por salvar su vida.
Porque hace dos mil años, en Jerusalén, se produjo el mayor y más terrible acto terrorista de la Historia. Y allí, todos y cada uno de nosotros, participamos en la maldad, estuvimos representados, fuimos actores de una manera u otra.
Hoy habrá multitud de declaraciones, de manifestaciones grandiosas y palabras grandielocuentes. Pero la única frase que traerá verdadera paz a este mundo convulso, sangriento, contradictorio y egoísta, es la que llega a lo profundo del corazón desde el eco que siga sonando en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (ni lo que dicen, añadimos).
Cualquier otra declaración, especialmente si ignora ésta, es vacía, vana, hueca, estéril.
Porque nadie ha vencido a la muerte, esa losa que nos aplasta de forma permanente, salvo Aquel que dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto vivirá eternamente. ¿Crees esto?”.
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