Muchas cuestiones no sólo interesantes sino ya ineludibles se abordaron en el congreso organizado sobre
Pluralismo, religiones y convivencia, en la flamante nueva Alhóndiga de Bilbao. Afirmar que la nuestra es una sociedad plural también respecto al hecho religioso no deja de ser una constatación trivial. Otra cosa es ponernos a pensar en serio si realmente consideramos que eso es un valor y merece la pena poner los medios para que, más que sólo plural nuestra sociedad sea también pluralista en relación a las creencias y prácticas religiosas de quienes deciden (man)tenerlas.
A pesar de que en nuestro país no ha habido una tradición laicista consolidada, a la manera de Francia, se apunta a veces que nuestra visión de la religión y el lugar que ha de ocupar en la vida pública tiene algo o mucho de afrancesada.
Hay, se entiende, distintos tipos de laicidad y/o laicismo: frente a la manera del país vecino de tratar con el hecho religioso a menudo percibida como "beligerantemente laicista" planea esa otra manera de hacerlo en el ámbito anglosajón, sobre todo en Estados Unidos, más considerada para con la práctica religiosa como algo que hay que respetar siempre y sin entrar a juzgar nunca aquello que las religiones exigen a sus fieles.
Sin embargo, tengo para mí que cuando discutimos sobre el lugar y el papel legítimo de las religiones en democracia, por razones de lo más variopintas que abarcan desde posiciones de izquierda acríticamente multiculturalistas ("hay que respetarlo todo") hasta la derecha más descaradamente etnocéntrica ("lo nuestro es lo único válido"), se va generalizando entre nosotros una tendencia a interpretar la cosa más bien a la norteamericana. Me explico.
Gran parte del interés del Congreso de la Alhóndiga ha radicado en que además de propuestas teóricas ha estado presente la perspectiva de personas vinculadas a las Administraciones públicas, encargadas de la gestión de servicios sociales, sanidad, educación, política laboral, etc. En los debates se ha constatado que la comprensible preocupación de nuestros gestores se centra en resolver cómo dar respuesta a las demandas que se plantean desde las comunidades religiosas en relación a cosas tan variopintas como lugares de culto, alimentación en comedores escolares, ritos funerarios, calendario laboral y un largo etc.
El catolicismo, durante tanto tiempo religión oficial y única permitida en el Estado español, sigue manteniendo unos privilegios que suponen, en un contexto de creciente pluralidad religiosa, un agravio comparativo para el resto de confesiones. La religión católica es expresamente mencionada en la Constitución española, dispone de una casilla propia en la declaración del IRPF, y los Acuerdos de 1979 firmados entre el Estado español y el Vaticano, que mantienen la vigencia del Concordato de 1953, establecen una serie de prerrogativas y privilegios para la Iglesia católica en las materias de que tratan (enseñanza y asuntos culturales, asuntos económicos, fuerzas armadas, asuntos jurídicos).
Es comprensible que el resto de confesiones se pongan a la fila y planteen el "yo también quiero": a pesar de la mención explícita del catolicismo en la Constitución, también establece la Carta Magna que ninguna religión tendrá carácter estatal. Además, la Ley Orgánica 7/1980 de Libertad Religiosa afirma en su primer artículo que el Estado garantiza el derecho fundamental a la libertad religiosa y de culto. De manera que cada vez resulta más impresentable mantener las prerrogativas para con la Iglesia católica. De ahí la importancia de la puesta al día de la ley de 1980 sobre libertad religiosa, ahora pospuesta por el gobierno de Zapatero sine die.
Muchas de las personas y organizaciones preocupadas por la laicidad del Estado nos tememos que la susodicha puesta al día se transforme no en una necesaria cancelación de privilegios de la Iglesia católica, sino en una suerte de café para todos. ¿Profesores de catolicismo en las escuelas nombrados por los obispos y pagados por el Estado? Pues los musulmanes, los judíos, los protestantes (cuyos representantes suscribieron sendos Acuerdos de Cooperación con el Estado en 1992) y también los mormones, los Testigos de Jehová y los budistas (por ceñirnos a las confesiones que han conseguido el estatus de "notorio arraigo", concepto jurídico vago y confuso donde los haya) reclamarán su parte.
Groso modo, la manera norteamericana de tratar el hecho religioso incluye habitualmente la excepcionalidad (valga la paradoja) que busca acomodar la práctica religiosa de los particulares por encima de los deberes que conlleva el ejercicio de los derechos de ciudadanía. Así, se puede dispensar a un ciudadano/a de lo que para el resto es una exigencia inapelable sencillamente porque su religión no le permite esto o le obliga a aquello. Las excepciones pueden tener que ver con cosas tan variopintas como la posibilidad de acudir a un examen universitario o a una entrevista de trabajo ocultando el rostro por un niqab; negarse a acudir a clase de gimnasia, o de biología; negarse a declarar ante un tribunal determinado día de la semana (cierto que establecer el domingo como día de descanso laboral no es neutro desde el punto de vista cultural o religioso); negarse a trabajar en época de ayuno religioso; poder consumir sustancias psicoactivas prohibidas al resto de la población en ceremonias y ritos religiosos, por mencionar sólo algunas.
Al margen de que esta práctica norteamericana del acomodacionismo vulnere el principio de igualdad ante la ley, hay otra razón de peso para sugerir que no sea ese el camino que tomemos para tratar a las religiones en la esfera pública:
es imprescindible disponer de un criterio al margen de la fe para decidir qué demandas religiosas son legítimas y cuáles no lo son. Una religión puede exigir a sus fieles casi cualquier cosa (en relación con vestimenta, culto, condiciones para la oración, alimentación, etc.), el criterio para decidir qué sí y qué no, no puede estar basado en la fe (que en un mundo religiosamente plural será siempre una fe particular) sino solamente en razones universalmente accesibles.
La separación del Estado y las iglesias que preconiza el principio de laicidad no consiste en poner al Estado al mismo nivel que las confesiones religiosas ni en establecer entre ellos una relación de igualdad como la que pueda darse entre distintas onegés. Muy al contrario, el Estado a muchos efectos se encuentra por encima de los credos particulares: a él le compete regular la práctica religiosa, ponerle límites (cierto que los mínimos imprescindibles) y establecer qué tendremos por legítimo y qué no se puede aceptar.
Claro que hay que dar cabida a demandas de las religiones minoritarias. Claro que hay que discutir cómo hacerlo. Seguramente esas religiones merecen un reconocimiento por parte del Estado mayor que el que históricamente han tenido en nuestro país, pero eso no significa que todos los privilegios ilegítimamente disfrutados por la Iglesia católica marquen el rasero a alcanzar. Más bien han de reducirse esos privilegios del catolicismo para poder dar cabida a las demandas legítimas de las otras comunidades religiosas. Cuáles hayan de ser tenidas por demandas legítimas será constantemente un tema de debate público y político. Pero ni obispos, ni rabinos, ni pastores, ni imanes, ni predicadores de ningún tipo deberían tener la última palabra al respecto.
Y por cierto, todo esto sin mencionar la financiación de las iglesias... ¿Se pondrá fin a la retribución pública de la Iglesia católica o nos esquilmarán también en adelante el resto de credos?
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