Hasta ahora nunca nos habíamos hecho eco en este medio de manera preferente, como ahora, de esta circunstancia terrible de la pedofilia en el seno del catolicismo, porque veíamos una perversión de determinados sacerdotes católicos similar a la que ocurre en otros estamentos y clases sociales, en todas las culturas, niveles sociales, y signos políticos y apolíticos.
Pero la situación actual que sale a la luz es ya abrumadora en cuanto a cifras. Irlanda, Alemania, Estados Unidos… pedofilia con miles de niños, que añade a lo aterrador del daño personal los silencios culpables de quienes consentían y tapaban el pecado en la propia Iglesia católica.
Y
como ocurre en política cuando surgen escándalos o problemas, la tendencia es que cada cual utilice la situación para arrimar el ascua a su sardina.
Unos entienden que es el momento de aceptar a sacerdotes casados, y ser más estricto en la elección y supervisión de los sacerdotes. Debate en el que ni entramos ni salimos, ya que el protestantismo tiene muy claro que si algo estipula la Biblia es que los obispos estén casados (con una sola mujer, eso sí), y que lo erróneo es prohibir casarse. Pero que la Iglesia de Roma decida lo que considere mejor, que en nada nos va ni nos viene.
Otros consideran que es un ataque a la Iglesia católica aprovechando las circunstancias. Y en algunas personas o medios es cierto. Pero debería reconocer el Vaticano que se cumple aquello de que si no oimos las críticas de nuestros amigos, las acabaremos oyendo -de manera mucho más descarnada y destructiva- de parte de nuestros enemigos.
Y
el Vaticano debe enfrentar dos circunstancias. La primera, que su propia identidad y el mismo Evangelio les exigen un alto nivel de ética. La segunda, que ese nivel ético debe ser uniforme y justo para con todos los aspectos de la vida. No se puede defender al no nacido pero destrozar la vida de los niños ya nacidos. No se puede negar la comunión a un divorciado y mirar hacia otro lado cuando se mancilla la vida, la persona y la experiencia sexual de unos niños indefensos.
No somos inmisericordes, ni dejamos de entender la debilidad de las personas e instituciones. Pero
la mayor culpabilidad es negar la evidencia y no asumirla con responsabilidad. En este aspecto, parece que para defender a Dios hay que defender a la institución, a
la Iglesia. Cuando por el contrario la Biblia dice que todo ser humano es pecador y Dios justo, sin que necesite defensores. Dios se defiende a sí mismo, y ya se busca El los medios para hacerlo (¡incluso su Iglesia!).
En este aspecto hay una clara diferencia en la Iglesia protestante, y ponemos dos ejemplos recientes. El primero,
en lo que va de año, la Iglesia Evangélica de Hesse y Nassau ha presentado dos denuncias ante los tribunales contra colaboradores sospechosos de abusos sexuales contra menores e investiga otros tres casos, que de confirmarse serán igualmente denunciados. El segundo, la Presidenta de la Iglesia evangélica alemana en un control mostró que conducía con un nivel de alcoholemia alto. Una vergüenza, y un descrédito. No hizo falta acoso y derribo de los medios, o que se repitiese una actuación similar.
Ella misma dimitió unas cuantas horas después, aunque no había matado ni producido un daño irreparable a nadie. Interpretó que había perdido credibilidad y autoridad con su irresponsabilidad y mal ejemplo. Y así era.
Y eso es lo que el Vaticano, la jerarquía católica, está perdiendo de manera global: credibilidad y autoridad. Y cuanto más se aferre a negar la evidencia, peor será. Necesita reconocer, arrepentirse, y actuar en consecuencia haciendo una limpieza a fondo.
Nadie niega, y decimos de corazón que nos duele, que esta situación salpica a millares de religiosos, de católicos convencidos, que nada tienen que ver con esta situación, que la condenan y la sufren de la misma manera que el resto de la sociedad, con un plus de vivir estas profundas heridas en carne propia por ser
su Iglesia. Para ellos nuestra consideración, respeto y una mano abierta de comprensión.
Comprensión que no está lejos de experimentar la misma tendencia humana extendida a todas las iglesias, instituciones y religiones -incluida la evangélica- de tener reyes que controlan en vez de profetas que hablen verdad, sin dejarse seducir ni corromper por el poder que lleva a defender la mentira y el error como estilo de vida.
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