Una de las claves es el dinero. No es malo tener dinero, pero sí el amarlo como lo más importante. Y la diferencia es sutil, especialmente cuando la cantidad va aumentando. De ahí esos juegos de
reality show en los que se van confesando vergüenzas y se traicionan relaciones y confidencias públicamente a cambio de cada vez más dinero.
Menos burdo, pero igual de repugnante, es el amor al poder, que en el fondo es tener una posición de control tal que se ejerce sin ningún impedimento, aplastando a quien no convenga a los intereses de quienes dirigen, y siempre con el tejido del dinero como telón de fondo.
Regalos caros, prebendas a cambio de silencio o de apoyos inconfesables, y finalmente amenazas porque el miedo es una de las formas más cobardes de ejercer el poder.
Nos rebelamos. Porque este sistema es condenable, perverso, abominable.
Un sistema que hace que los hombres se enseñoreen de los demás seres humanos, y se aprovechen de ellos a veces en aras de ideales que se pueden llamar de muchas formas. Aunque los ciudadanos de a pie se empobrezcan los bancos se enriquecen, las petroleras se enriquecen, y los amigos de los partidos en el poder se enriquecen. En todos los países y sociedades, en unos más y en otros menos; éstos últimos, los democráticos, que son el menos malo de los gobiernos porque cada pocos años los ciudadanos tienen la capacidad de decidir y votar (o botar, según las circunstancias).
En esto tenemos una especie de doble rasero los creyentes, por aquello de idealizar, dar buena imagen o creer ciegamente en nuestras instituciones, y porque haberlas buenas
haylas, que diría un gallego. Pero junto a ellas también se levantan los mismos sistemas corruptos, donde se maltratan mujeres ante el silencio de sus hermanos, sin que nadie salga en su defensa, y casi tenga que pedir disculpas por haber
provocado que un puño brutal la golpee; alegándose que el buen testimonio es el silencio. Silencios, silencios que sólo encubren al violento, al brutal, al que se cree poderoso, al que juzga sin escuchar y sentencia desde la comodidad de ni siquiera querer conocer, lavándose las manos y apoyando al sistema que se perpetúa a si mismo; acallando cualquier voz, incluida -si pudieran- ésta que leen.
Si un día conocimos a un Jesús capaz de mirar cara a cara a los violentos, a los jueces airados de la moral usada en beneficio propio, fue en el patio del Templo de Jerusalén. Allí le vimos levantarse para mirar a quienes querían apedrear a la mujer descubierta en adulterio (¿dónde estaba el hombre adúltero, por cierto?). En esta situación, Jesús debía unirse a los poderosos para hacer sufrir a la débil las normas de los fuertes, sometiéndose y siendo parte de ellos; o bien atreverse a decir que se enfrentaba a la ley y la justicia que El mismo decía cumplir y encarnar.
Pero en ese instante majestuoso Jesús, el hombre de Nazareth, en medio del patio del templo de Jerusalén miró a los ojos de los verdugos:
“el que de vosotros esté libre de culpa, que tire la primera piedra”. Todos se fueron, y una vez solo Jesús lo que lanzó a la mujer fue su perdón y la oportunidad de arrepentirse e iniciar un nuevo camino: “Yo tampoco te condeno, vete y no peques más”.
Nos unimos a las personas débiles que han sido apedreadas por los poderosos y ante sus cómplices de la cofradía del silencio. Nos ponemos en el lugar de quienes son acusados sin posible defensa por los índices de quienes sólo conocen el veredicto de condenar a otros cuando ni siquiera quieren escuchar para juzgar rectamente..¡no hablemos ya de misericordia, de la búsqueda de la verdad, o de juzgarnos a nosotros mismos!
Nos rebelamos contra todos estos
tejes manejes. Sólo miramos al hombre de Nazareth, para reconocer ante Él nuestros errores y prometerle intentar con todas nuestras fuerzas no equivocarnos más. Pero el mayor error, el mayor de los pecados, sería participar de la turba de los lapidadores que buscan sólo consolidar la mentira, el interés propio, el poder sin disidencia, la aplastante razón de la fuerza.
Tenemos, lo sabemos, la fuerza de la razón. Y el desapego por el poder y el dinero. Eso no nos libra de posibles errores, pero si de caer en este sistema de corrupción y corruptelas que lo ha invadido todo.
Porque está de moda ser corrupto. No vamos a decir que se vea bien, pero no se ve mal... mientras no te pillen. La prueba es que ser honrado, que a veces está hasta mal visto, sí que es interpretado como que se actúa como un tonto.
De estos tontos, estamos seguros, es el Reino de los cielos.
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