Días de miedo

Más de cuatro millones de españoles sin trabajo. Bancos que quiebran, empresas que se arruinan y a diario despiden a sus empleados. Un millón de personas que ya no cobran ni de la Seguridad Social, han agotado el plazo, constructores que no pueden pagar a sus acreedores, porque no venden, jóvenes que no encuentran un primer empleo con un salario digno y un sinfín de calamidades.

Todo esto está afectando también a los cristianos. Pero hoy más que nunca hemos de abrir los corazones a las palabras del Maestro: “No temáis”. El miedo estraga la imaginación con sus horribles pinturas de todo linaje de calamidades. El miedo mira hacia abajo y presiente lo pésimo, el horror, lo irremediable. El miedo augura el fracaso, pero la fe predice el éxito. La mente dominada por la fe no teme la pobreza ni las calamidades. Ante la fe, la duda y el miedo huyen. La fe pacifica el ánimo. La fe, como el amor, todo lo soporta y todo lo espera. La fe hace la vida más fácil porque la persona no se consume atemorizada por las turbulencias diarias. La fe ve lucir días mejores, como el sol tras las nubes. La fe sabe que las cosas, al fin y al cabo, sucederán como Dios lo tiene previsto.

El sentimiento de miedo está en matemática proporción con el sentimiento de incredulidad.

En esta hora de angustia y de miedo que está viviendo España -también otros países- los creyentes hemos de transmitir un mensaje de esperanza.

En un libro que publiqué en 1990 titulado ANGUSTIA, DEPRESIÓN Y ESPERANZA, contaba la historia de dos caminantes que recorrían un lugar semidesierto, en el que, sin embargo, crecían algunos árboles y aparecían, de vez en cuando, pequeñas montañas con cavidades rocosas.

Los dos hombres tomaban notas de todo cuanto veían y fijaban señales por donde pasaban. Una noche se desató una fuerte tempestad de agua y viento. Guarecidos en la primera caverna que encontraron, oían el silbido del viento y el ruido de la lluvia que caía a torrentes. Cuando llegó la mañana, la tempestad había arrancado los árboles y borrado todas las señales. Permanecieron un día más en el interior de la caverna. Al caer la noche, uno de los dos hombres gemía desesperado:
-Estamos perdidos –decía-. Hemos extraviado el camino.

El otro, sereno, mirando hacia el cielo inmenso, respondió: -No estamos perdidos. Aún nos quedan las estrellas. Ellas nos servirán de guía en la noche.

En la noche de este mundo, en medio de la negrura y de la ruina, aún nos quedan las estrellas. Y más allá de las estrellas, Dios.

Autor: Juan Antonio Monroy