Así, salvo que alguien se considere perfecto (incluyendo la posesión de la humildad, faltaría más), todos los seres humanos somos pecadores y cometemos pecados.
Y aunque el significado religioso del pecado sea aplicable a quien yerra en relación a la referencia que es Dios (es decir, se equivoca en sus actos respecto a lo que Dios querría); es exactamente aplicable a cualquier ética, incluyendo la agnóstica, la laica y la hiperbólica.
Porque
en definitiva, la que nos acusa de nuestros errores no es ni la religión, ni la moral, ni siquiera Hacienda: es nuestra conciencia. Esa conciencia que (la haya puesto quien la haya puesto, no vamos a discutirlo) nos dice que existe un bien y un mal. Y que debemos elegir con relativa frecuencia entre ambos.
Aunque en general la conciencia tiende, como el cemento, a endurecerse, y así lo podemos ver en los gritos de inocencia de cualquier implicado en escándalos, corruptelas, inmoralidades, prebendas, falsedades… incluso aunque toda la evidencia demuestre que les incrimina. En fin ¡qué contar que usted ya no sepa! Pero aún así, la conciencia suele funcionar mejor en el silencio y la soledad… como el tic-tac del corazón, lo oigamos o no, ahí lo llevamos con nosotros, y a veces lo escuchamos mientras intentamos conciliar el sueño.
Lo curioso es que mientras este principio de la conciencia, y denuncia de lo incorrecto se hace desde la/s Iglesia/s a la sociedad, se carece de autocrítica a menudo, en contra del principio de que “todo juicio debe comenzar por nuestra propia casa”. Cualquier líder o institución necesita tanta libertad de trabajo como control de su actuación. Si esto no ocurre, cualquier grupo se llenará de fanáticos que obedecen sin pensar, cobardes que callan por no tener problemas, amigos que actúan por mantener la amistad (chantaje emocional incluido), junto a personas íntegras resignadas al destino de tocar en la orquesta del Titanic, esperando que a lo mejor –con un poco de suerte- no se hunda el barco del todo.
Ahí está el caso del padre Maciel (el fundador de los Legionarios de Cristo). No queremos hacer leña del árbol caído. Sólo subrayar la evidencia de que sus acosos sexuales a seminaristas, su amante que ahora ha salido a la luz junto a su hija… ¿es posible que nadie lo supiera? Se conoce que hubo voces que le denunciaron por años, pero ante eso estaba el poder del fundador, el chantaje afectivo del líder trabajador e incuestionable, el miedo a querer conocer la verdad, el aviso de represalias…
Cuando estemos delante de Dios, estamos convencidos, veremos la enorme maldad de nuestras omisiones cómplices, en general mucho más graves que la simplicidad negativa -pero evidente- de las actuaciones malas que están a la vista.
Pecados estos de omisión que Jesús nunca cometió: no permitió la injusticia, ni en el poderoso ni en el villano. No negó el perdón y la gracia, ni al rico ni al menesteroso, ni al fariseo orgulloso ni a la adúltera. Pero sí avisó, se enfadó, con los sepulcros blanqueados, la perfección y piedad aparente, que para quien quisiera ahondar sólo contenía podredumbre.
Fuera máscaras y apariencias. Todos somos pecadores, de una u otra forma. Dejemos nuestras armaduras-sepulcros y andemos en la libertad de la verdad desnuda que nos acerca a Dios, y unos a otros. Porque la mentira escondida y arropada, tan vestida ella de dignidad, es sólo pura pornografía moral.
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