No podemos dejar de hacer un símil con nuestra sociedad de la opulencia. Vivimos como si lo único que valiese de verdad fuese el tener dinero, los “rollitos sexuales” (de primavera, verano, otoño o invierno), o el tener el último alarido técnico.
Mientras hay seres humanos que son esclavos de las carencias, el mundo rico bosteza aburrido entre sus tesoros que huelen mal. El mundo rico trabaja como esclavo de multinacionales que le enseñan a consumir, igual que antes enseñaron a fumar, hasta que se evidenció que el gasto social y sanitario superaba al del negocio de ayudar a convertir la vida –y el dinero- en humo.
(Por eso las multinacionales del tabaco se dedican ahora al Tercer Mundo. Allí no hay problemas sanitarios: las personas mueren de cáncer de pulmón o de infarto sin coste alguno para el Gobierno de turno).
Volviendo al mundo del bienestar,
el único problema de la familia no es la moral sexual de la sociedad actual. También la falta de recursos y apoyos a los padres (¿cuándo guarderías en los trabajos, y ayudas de verdad para criar a los hijos?). Y la necesidad de consumir empeñándonos hasta las cejas; incluso cristianos que se hipotecan en su boda para quedar bien en un banquete que es lo de menos (el invitado que te quiere te querrá igual, sea cual sea la comida –como si no hay-, y el que no te quiere te criticará de la misma forma hagas lo que hagas). Y para rematar, por si sobrevive económicamente algún soltero o casado, incluso hoy se anuncian ¡y se piden! préstamos para pagar las vacaciones.
Y finalmente la hipoteca. Ese contrato que nos une ya de por vida (más que el matrimonio, para muchos) a un banco o caja; de manera que somos esclavos de lujo, trabajando toda nuestra vida para que “ellos” hagan negocio. Siempre subiendo (como el petróleo y la gasolina), pero casi nunca bajando, porque “money is money”, y el fin de esta vida es que los pobres (o los no ricos) se esfuercen para enriquecer a los que más tienen.
¿No es esto profundamente inmoral, al menos tanto como cuestiones de moralidad sexual?
¿No afecta esto a los matrimonios y las familias, que se ven arrastrados, encadenados, a un estilo de vida en que somos indigentes millonarios, con tesoros que huelen mal y se nos pudren en las manos, sin tiempo casi para sentarnos juntos y escucharnos?
Este hombre italiano de 64 años
tenía escondidos, entre basuras, 430 lingotes de oro de 100 gramos cada uno. Nuestro auténtico tesoro no son unas barras de metal dorado. Es aquello que no se oxida ni pierde valor con el tiempo, sino que se revaloriza. Dios lo puso dentro de cada corazón humano, aunque esté cubierto de basuras.
Si nos lo permiten, le recordaremos aquellas palabras de Jesús, el hombre que siendo el dueño del universo vivió sin posesión alguna salvo una túnica:
No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo (…). Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Mateo 6:19-21).
Nuestro italiano indigente-millonario fue diagnosticado de tener problemas mentales dada su actuación. Posiblemente Dios achaque a este mundo el mismo estado de locura voluntaria, en vista a nuestra forma de actuar.
Recuperemos la cordura. Dejemos de ser indigentes millonarios y sigamos los valores del Jesús de la túnica.
No se trata de tener poco (o mucho), sino en qué valores estamos invirtiendo realmente nuestro corazón.
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