Edmundo Hernández
En medio de la quieta oscuridad escucho los ligeros ronquidos de la pareja de franceses recostados a mi lado derecho. El pasillo me separa de unos abuelos que viajan con su pequeño nieto, ellos duermen a sus anchas con la boca abierta mientras él sigue viendo una película de superhéroes. La luz de cinturón de seguridad se ha apagado hace un par de minutos, la turbulencia que la activó me despertó un poco sobresaltado. Ahora todo está tranquilo.
El rapero llamado “el Chojin”, quien casualmente viaja en el asiento 22C, se levanta para estirar un poco las extremidades. Yo viajo en el 30D y soy uno de los pocos pasajeros despiertos. Me quedé dormido mientras veía “Interestelar”, al abrir los ojos con inquietud noté que ya estaban pasando los créditos del filme y que mi audífono del lado derecho colgaba aguantándose del izquierdo que se mantenía introducido en mi oreja.
Decido ir a la parte trasera del avión para servirme un poco de agua. Caminando por el pasillo voy observando a la gente, este es un vuelo que ha salido de Bogotá y que se dirige hacia Barcelona. Cada vez estoy más acostumbrado a ver gente de todas partes del mundo en los vuelos, la globalización ha hecho al mundo muy pequeño. Mientras camino descubro entre los pasajeros una familia de compatriotas míos, veo también a unos ejecutivos chinos, a unos deportistas italianos, a unos lunamieleros colombianos, a unos estudiantes españoles que vuelven de su erasmus en Suramérica, a una chica alemana que viaja sola, a unos argentinos que vuelven a su lugar de residencia, a una pareja ecuatoriana que intentará encontrar un mejor futuro en España, y a unos africanos que deben hacer escala en Europa antes de llegar a su destino.
Al llegar al fondo del pasillo veo a la azafata con los ojos cerrados en su asiento especial, va muy erguida con las palmas de las manos abiertas sobre las rodillas, casi en posición de “dormida pero atenta”. Paso por delante y me sirvo agua fresca en un pequeño vaso de plástico. Observo a todo el mundo durmiendo desde esta nueva posición privilegiada, un hombre mayor sale trabajosamente del pequeño baño y se dirige a su lugar apoyándose en los respaldos fila tras fila hasta que llega a su propio lugar asignado. Y mientras tanto yo, de pie en este bicho de más de doscientas toneladas, volando a treinta mil pies de altura sobre el mar Atlántico, hipotéticamente y son sumo respeto me pongo en los zapatos de los pasajeros del vuelo que hace unos pocos días se estrelló en los Alpes franceses.
Me resulta aterrador pensar que todos aquellos pasajeros del vuelo de Germanwings iban tan tranquilos como quienes vamos aquí. Según el informe oficial de la fiscalía de Marsella el copiloto se encerró en la cabina aprovechando la salida momentánea del piloto, y al verse solo, presionó voluntaria y conscientemente el botón de descenso hasta que el avión sufrió el mortal impacto en una escarpada zona de muy difícil acceso para los equipos de rescate. Nadie en ese avión (ni en la compañía aérea) se imaginaba la catástrofe que estaba a punto de acontecer.
Recuerdo la recreación de los hechos que los medios de comunicación han estado difundiendo. Una de las escenas que no puedo borrar de mi mente es la del piloto golpeando fuertemente la puerta de la cabina para poder entrar. La tripulación quiso ayudar desconcertada, los pasajeros no notaron la gravedad del asunto hasta que estaban a unos cuantos metros de la coalición; así que, en medio del descontrol de la situación toda aquella gente padeció la muerte dejando una innumerable cantidad de familiares desconsolados, y a un mundo pasmado que se lamenta ante lo ocurrido.
Pero, ¿no está la humanidad entera viviendo una situación similar? Este fatal hecho nos debe llevar a la reflexión profunda de qué cosa está pasando con este mundo en el que somos pasajeros. Si nos detenemos un momento y reflexionamos sobre ello notaremos que en la desgracia ocurrida se encuentran todos los elementos que nos enseñan la realidad que vivimos día tras día… y que quizás la mayoría de nosotros vamos dormitando en el desconocimiento o en la inercia de la cotidianidad.
Me parece que el copiloto de esta historia es una muestra perfecta de lo que es el mismo hombre, el ser humano como individuo: encerrado en sí mismo presionando consciente y voluntariamente el botón de descenso. El nombre de este joven de 27 años era Andreas Lubitz, es interesante que su nombre justamente signifique: el hombre. ¿Qué fue lo que impulsó a Andreas a aislarse en la cabina? Y con la misma intensidad me pregunto: ¿qué ha llevado al hombre a vivir aislado de la comunión con Dios, de la compasión por los demás y del respeto por sí mismo y su propia vida? ¿Qué ha impulsado al individuo a mantener pulsada la indicación de inminente descenso sin detenerse a reparar en las consecuencias de ello? ¿Cuándo se nos fue la cabeza por completo? La verdad es que no sé si esta historia oficial resultará del todo certera, pero por lo pronto lo que se cuenta me da mucho respeto.
El hombre ha sacado al piloto de su historia, el piloto representa a Dios. Frente a nuestro encierro suicida Dios está llamado a la puerta con desesperación por salvar a la humanidad dormida. ¡Si alguno oye su voz, por favor, que abra la puerta; él quiere entrar y pilotar la aeronave hasta un destino seguro! Hemos echado a Dios de nuestros hogares, de nuestras prioridades, de nuestras conversaciones y de nuestro corazón. Creemos que podemos pilotar a donde se nos pegue la gana, vivimos las fatales consecuencias de una larga y no entendida depresión causada por el alejamiento del Dios que nos creó, hemos dejado al piloto fuera de la cabina de mando.
La humanidad dormida es representada por los pasajeros quienes no saben que van camino a la muerte. Allí va de todo: raperos, rock stars, solteros, casados, niños, adultos, familias, bebés, deportistas, estudiantes, ateos, religiosos, recién casados, gente sola y gente acompañada. La humanidad va cómoda, va sufriendo una guerra por aquí y otra por allá, pero cambia de cadena televisiva y mitiga su dolor con un programa de concursos. Se sabe de un atentado yihadista en medio oriente, pero nos tranquilizamos sabiendo que eso está muy lejos. Escuchamos de una matanza de estudiantes en Kenia y nos sumamos a la causa apoyando el dolor de los familiares dando un “me gusta” en facebook. Nos reacomodamos, giramos la cara hacia otro sitio, dormimos un rato mientras nos cubrimos con una manta caliente. El mundo se sigue yendo a pique, y todo tranquilo.
Pero Dios sigue llamando a la puerta, sigue golpeando con los puños cerrados:
—¡Abrid! ¡Abrid! Estoy aquí, quiero salvaros. ¡Os amo!
El hombre no abre, no quiere abrir. Arrasará en su desgracia individual a la humanidad entera. Mientras tanto, deben levantarse las voces de la gente de la tripulación, quienes no tendrían que ir meramente en plan “dormidos pero atentos”, sino que deberían ser promotores de la incomodidad a través de los cuales Dios pueda hacer llegar su más urgente mensaje:
—¡Reconciliaos conmigo!
Soltemos el botón de descenso, abramos la puerta, dejemos entrar a Dios, permitámosle que tome los mandos de nuestra nave. Y convirtámonos en sus colaboradores, en agentes de reconciliación en medio de este mundo que está al borde de la catástrofe.
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