Vengo reflexionando un tiempo en el concepto “Jesús es mi amigo”. Está muy bien. Me hace pensar en un Dios que está cerca de mí, que me escucha, que me atiende, con el que puedo hablar, que me ayuda en todo. No puedo creer en un dios que no sea así. De hecho, la idea de que Dios quiera ser amigo mío me encanta. A la vez me da vergüenza: se supone que en una amistad ambas personas dan y reciben, y, a lo largo de mi vida, mi Amigo ha recibido un sinfín de plantones, infidelidades y menosprecios… Le doy gloria porque, por amor a mí y a nuestra amistad, me ha perdonado cada vez que he fallado (y aun me perdonará todas las caídas que tendré en el futuro). Por eso seguimos tan unidos: porque no para de perdonarme, y, pese a conocer todos los recovecos de mi corazón y mi mente, sigue apostando al cien por cien por mí.
Llegó un momento, no sabría decir la fecha, en el que me di cuenta de que no trataba a mi Amigo como al resto de mis amigos. Si la palabra que utilizo es “amigo” se supone que el significado subyacente es el mismo que aplico al resto de mi pandilla. Era como si Dios fuese alguien que me esperaba en mi habitación cuando acababa el día, al que yo contaba todo lo que me había sucedido, y a quien pedía ayuda y consejo para lo que pasaría al día siguiente. Entonces me puse a pensar en qué cosas solía hacer con mis camaradas, y cómo podía integrar a Dios en todo aquello.
Con Luis, mi
colega en el sentido más latino del término, me suelo sentar a escuchar música durante largas tardes mientras hablamos de etimología (somos así de alternativos). Cuando estoy con Oliver en Madrid, podemos pasar horas en su habitación riéndonos de las mil y una anécdotas que hemos compartido tocando en Midnight Blues. Suelo sentarme en el salón de mi casa con un puñado de filólogos de mi calaña para debatir sobre política lingüística. Con otros, bajo al bar a hablar de modelos de baterías, de bateristas famosos, libros, técnicas… A veces veo películas con mis compañeros de piso los viernes por la noche. Allá en Ourense, de vez en cuando me reúno con mis colegas de toda la vida para tomar algo en nuestro bar, y hablamos de música y de filosofía hasta hartarnos.
Con mis amigos veo el fútbol, voy de cena, hago trabajos y estudio exámenes. Bromeo con ellos; tenemos nuestra propia jerga, nuestras propias historias. Comparto mis inquietudes y guardo nuestros secretos. Los defiendo a ultranza, me acogen cuando lo necesito. Y ha sido un gran descubrimiento aprender que puedo hacer todas esas cosas con Dios.
Efectivamente, con Dios puedo escuchar música, reírme de las cosas graciosas que nos han sucedido a lo largo de nuestra vida juntos, hablar de mil historias. Puedo bajar con él a ver el partido, ver una película con él, disfrutar de un libro con él. Puedo reflexionar acerca de cualquier cuestión, y lo maravilloso es que Él me da su opinión: escribió su opinión en el libro negro que está encima de mi mesita de noche. Puedo detenerme con Él en las escaleras de la Facultad de Filología a quejarme de lo duras que son las clases y de lo vacilados que nos tienen los profesores. Él me escucha. Con Él puedo sentarme delante del ordenador, crear una lista de reproducción con temas de B.B. King, Muddy Waters, Nat King Cole y otros tantos, preparar café o colacao y escribir un artículo; pretenderé que lo hemos escrito entre los dos, pero en realidad Él me habrá susurrado cada palabra al oído. Pero eso ya es cosa nuestra: forma parte de nuestra amistad y de lo que hacemos juntos.
“
God almighty, Lord of glory: You have called me friend”; Israel Houghton
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