Hace un mes tuvimos una fiesta en mi piso de estudiantes. La verdad es que me pareció una muy buena ocasión para predicar el evangelio, de modo que me puse a ello. Entre los asistentes había ateos, agnósticos, católicos, y dos hijos de Dios (mi amigo y hermano en la fe, Luis, se apunta a un bombardeo).
Y allí estábamos, hablando de Juan 3:16, Romanos 6:23, Efesios 2:8-9... Es maravilloso sentir cómo Dios nos utiliza para hablar a quienes no le conocen. Ser un instrumento en Sus manos es la mayor bendición que podemos experimentar. Al terminar mi exposición del evangelio, y tal y como suele ocurrir en estos casos, se generó un debate teológico en el que todos expusieron sus pareceres. Me propuse no participar; si acaso, cuando me preguntaban, volvía a decirles que Dios les amaba, que sólo tenían que creer en Jesús y aceptarle como su único y suficiente salvador, que no se trataba de religión, sino de relación personal con Dios. Si alguna vez te has visto en esa situación, tal vez te habrás sentido frustrado al ver que lo único que has conseguido es provocar una “guerra de religiones”.
Entre todos ellos estaba un compañero de clase muy vacilón. Un ateo convencido. De repente, en medio de la discusión interreligiosa, se hizo pasar por católico, y, siempre con una sonrisa en la boca, nos empezó a increpar, diciendo que cómo era posible que no creyéramos en el Papa, “infalible mediador entre Dios y los hombres”. También nos recordó la fundamental importancia del sacramento de la eucaristía, y la veneración a la virgen como propiciadora de la gracia de Dios. Todos entendimos la broma y le seguimos el juego. Pero al rato se aburrió y decidió cambiar de rol.
Se hizo pasar por evangélico. ¡Yo no me podía creer lo que estaba pasando! Hacía alarde de una oratoria que ya quisiera tener yo. Decía que la Biblia es la única Palabra de Dios inspirada, que tan sólo Jesús intercede delante del Padre, habló de la corrupción del Vaticano, citó a Lutero y a Calvino… ¡conocía los fundamentos del protestantismo casi mejor que yo! Y mientras lo escuchaba, pensaba: ¿qué puedo hacer yo que no pueda hacer él? Si él puede defender mi fe sin creer en ella (viéndonos inmersos en aquel juego de disfraces religiosos), ¿qué diferencia hay entre este hombre y yo? ¡Pero si sé que es ateo!
Y entonces Dios me habló. Y sencillamente me recordó para qué estoy aquí; para qué nací. Me repitió que no es mi misión participar en diálogos interreligiosos; sin duda son interesantes desde el punto de vista cultural, pero Dios requiere otra cosa de mí. Nuestra labor en este mundo no consiste en ofrecer sólidos argumentos basados en la razón, para hacerles entender a los demás que hemos alcanzado una sabiduría que ellos no tienen. Nuestra diferencia con los no creyentes es que el Espíritu Santo mora en nuestros corazones, pero por lo que a nosotros respecta, somos tan pecadores como los demás (en ocasiones incluso más que los demás).
Tal vez te has sentido frustrado cuando, al predicar el evangelio a un amigo o familiar, no has obtenido el resultado que esperabas. Nuestro concepto de éxito es muy distinto al que tiene Dios. Para Él el verdadero éxito es que tú, su hijo, cumplas con tu misión de ir y predicar el evangelio. Ten por seguro que Dios te felicitará por haberle sido fiel. Sentirás una inmensa paz cuando seas consciente de que tu deber no es convertirlos, sino predicarles el evangelio. Y cuando lo hagas, sea cual sea el resultado, serás consciente de que Dios habla a través de ti, y pone las palabras en tu boca; y sabrás que eres un instrumento en sus manos.
No somos llamados al debate. Somos llamados a acercarnos a nuestro prójimo y decirle que Dios le ama personalmente. Hemos nacido para ir y predicar el evangelio; el convertir a las personas es tarea de Dios, ya que Él es el único que tiene poder para hacerlo. Somos mensajeros de un mensaje que transforma vidas; no perdamos el tiempo en intentar convencer a los demás de que están equivocados en su cosmovisión. Somos linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para anunciar las virtudes de aquél que nos llamó de tinieblas a su luz admirable (1 Pedro 2:9). Sea así, ¡anunciémoslo!
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