Sensaciones de un voluntario evangélico español en una expedición de ayuda humanitaria, Semana Santa 2010
Son las tres de la mañana.
Me despierta la voz de uno de los voluntarios: "vamos, español; ya tenemos que irnos". Había pasado todo el día anterior sentado en un autobús. A las siete y media de la mañana alcanzamos la frontera con Haití. El paisaje era árido, seco y desolador. Comienzan los problemas cuando nos retienen por más de dos horas ciertos guardias fronterizos corruptos, que pretenden llevarse parte de nuestra ayuda humanitaria, además de dinero. Finalmente a las 10 de la mañana cruzamos la frontera con todo en orden y gratuitamente gracias a Dios.
La primera imagen que tengo sobre suelo haitiano es la de una vaca tan flaca que podía ver perfectamente sus costillas, intentaba engullir un pedazo de plástico. Poco a poco van apareciendo pequeñas poblaciones.
No se ve ni una sola sonrisa. Al cabo de unos minutos llegamos a las afueras de Puerto Príncipe, y empiezo a ver los primeros edificios destruídos. Dentro del autobús todos contemplamos, asombrados, la miseria en grado superlativo, mientras nos adentramos en aquella ciudad infernal.
Puerto Príncipe es un enorme laberinto;
un hormiguero gigantesco en el que millones de personas caminan hacia ninguna parte. Observamos decepcionados cómo algunos miserables desalmados venden la ayuda humanitaria que llega de diversos países, y que es incautada por "intermediarios" para lucrarse a costa de la solidaridad de muchos. No podemos dejar la carga de cualquier manera, tendremos que entregar los alimentos en las manos de los necesitados. Aunque sabemos que resultará peligroso.
Al fin llegamos a nuestra primera parada: una plaza precedida por un muro derribado. Bajo del autobús y cojo aire: el lugar apesta.
No hay tiempo que perder y los voluntarios formamos la cadena humana para repartir las bolsas llenas de comida. Delante de nosotros empiezan a apelotonarse cientos de personas hambrientas. Dos policías nos ayudan, ordenando que se pongan en fila. Es muy útil la ayuda de Kali, la voluntaria haitiana residente en República Dominicana, que nos acompaña como traductora. Comienzan a salir del autobús las bolsas, transportadas por los voluntarios; la orden es clara: la prioridad de entrega es para las mujeres. Tengo la suerte de ser el último eslabón de la cadena, de modo que puedo ver las tímidas sonrisas de aquellos que recibían comida tras pasar días sin llevarse un pedazo de pan a la boca.
De pronto,
un grupo de hombres rodean el autobús e invaden la fila de las mujeres. Empiezan a llegar más hombres que rodean nuestro vehículo y nos abordan hasta que ya no podemos contenerlos más. Se ponen nerviosos; se gritan y se empujan violentamente entre ellos.
Corremos serio riesgo de amotinamiento, cuando el doctor Mora (líder de la expedición) ordena que todos los voluntarios nos metamos en el bus inmediatamente. Cuando todos estamos dentro, el conductor arranca agresivamente para sacarnos de aquel lugar.
Finalmente conseguimos salir de allí sin un rasguño.
La siguiente parada tiene lugar en un barrio en el que vive la familia de Kali. La misión era entregarles veinte bolsas a los familiares de nuestra traductora; pero
todo el vecindario (unas cien personas), sabiendo que dos autobuses repletos de comida permanecen estacionados delante de sus casas,
se nos acercan corriendo a la desesperada. Ante el riesgo de que aborden el autobús, decido situarme en la puerta y empujar hacia afuera a aquella multitud mientras el resto del equipo descarga la mercancía. Confieso que tuve miedo: un centenar de personas, con hambre de varios días, intentaba acceder a un enorme arsenal de alimentos; y yo era su único obstáculo. Tras diez minutos que a mi me resultaron eternos, el doctor Mora volvió a ordenar retirada y pude meterme en el vehículo. Pregunté si todo había salido bien y la respuesta más clara fueron las lágrimas de Kali: su familia tenía ahora tan sólo diez bolsas de comida; la mitad de lo previsto.
La última parada fue la más especial para todo el equipo. Llegamos a otro campo de refugiados, éste, gestionado por las iglesias evangélicas dominicanas. La entrega se hace de forma muy ordenada (en parte, gracias a que este refugio estaba cercado por verjas de alambre).
Los niños haitianos observan sonrientes el acontecimiento. Al cabo de un rato me aparto de la cadena para descansar, y doy un pequeño paseo. Observo que dos jóvenes haitianos de unos veinte años conversan entre sí, nerviosos e inquietos. De pronto, uno de ellos corre hacia Kali, y el otro se dirige a mí en inglés, diciéndome:
"hemos visto las muletas que lleváis en vuestros autobuses; la hermana de mi amigo perdió una pierna durante el terremoto; por favor, necesitamos una muleta". Corro hacia el doctor Mora, que acepta la petición. Subo al autobús a por una de las muletas que formaban parte de nuestra ayuda humanitaria.
Al bajar del autobús con la muleta en mis manos, veo cómo una joven de unos dieciséis años, con una sola pierna, sale del campamento. Caminaba dificultosamente sobre una pesadísima muleta de madera hecha a mano. Hubo un largo silencio, mientras todos la contemplábamos estupefactos. El doctor Mora cogió la muleta y se la entregó, junto con una bolsa de comida para ella sola. La muchacha, con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos, miró hacia el pastor diciendo "merci". Estoy seguro de que ninguno de los voluntarios olvidaremos jamás aquellas lágrimas y aquella voz dulce. Estoy convencido de que yo jamás olvidaré aquellos ojos llorosos, que en medio de tanto dolor, tenía ahora un motivo por el que sonreír.
Sólo tuve tiempo de abrazar al muchacho que me había pedido la muleta antes de subir al autobús, al fin rumbo de nuevo hacia la República Dominicana. Aquella noche tuvimos una cena en Barahona, al este del país, en la que todos los voluntarios pudimos llorar, compartir nuestra experiencia, y alegrarnos por todo lo que había pasado en aquel día.
Animo a todos mis hermanos en España a que no se conformen con mirar y entristecerse. Os necesitamos, tanto en Haití como en la República Dominicana, donde cientos de niños haitianos inmigrantes pueden ser influenciados por vuestra compasión. Desde aquí hago un llamamiento a todas las organizaciones evangélicas del país, para que se pongan manos a la obra, para cumplir la voluntad de Dios en esta isla, a fin de ser Sus testigos hasta lo último de la Tierra. Nosotros
tenemos la responsabilidad de llevar esperanza a una población que sobrevive comiendo lodo (literalmente). Os animo a que seáis parte del levantamiento que Dios va a hacer en esta tierra. ¡No os quedéis quietos! ¡Haití y República Dominicana necesitan de Dios!