boxeo 3
Rise up, Rocky!
Fade in. Se oye el contundente tren guitarrístico de Survivor, el imparable “The eye of the tiger”; los focos del pabellón ciegan y abrasan con todo su fulgor, el respetable brama y aclama a sus ídolos. La megafonía escupe a borbotones los nombres de los dos púgiles, que saltan al ring entre vítores y ovaciones. El ambiente, cortante y brumoso a la vez, presagia, como en aquella película de Los Inmortales, que al final de la velada “Sólo puede quedar uno”. O ganas o pierdes, o vences o te machacan. Nada de golpes bajos, quiero que sea un combate limpio. Saludaos. Protectores a la boca, el sudor corre por la frente. La victoria está en tus manos. Ding, ding, comienza el round one.
Esta podría ser una sucinta y breve descripción del comienzo de un combate de boxeo, de la final del campeonato de los pesos pesados, por ejemplo. En ese tipo de eventos un boxeador sabe que se lo juega todo. Por eso quiere ser ágil en movimientos de gacela por el cuadrilátero, demoledor y certero con sus golpes; hábil en bloquear, felino para asestar un buen par de ganchos, conectar algún uppercut y culminar con un directo noqueador y definitivo. Confía en sí mismo, ha estudiado al rival y se agolpan en su cerebro frío y concentrado todas las variables posibles del combate. Incluso considera que puede que, si el contrincante está inspirado, le toque besar la lona en algún momento. Si eso sucediese ¿Qué hacer? Sólo piensa en una cosa: Si es derribado, tendrá que levantarse lo más rápido posible, antes de que el árbitro decrete con su número diez marcado a manos abiertas que su gloria ha quedado enterrada para siempre en un pozo.
A veces podemos observar, si lo pensamos detenidamente, que la vida es también un combate. Cada día es un nuevo round, damos lo mejor de nosotros en cada asalto, pero a pesar de todo, nuestros enemigos parecen inagotables e incansables. Su frescura diaria nos resulta un tsunami que está a punto de engullirnos: cuando no es algún problema en el instituto, la universidad o el trabajo, es un comentario burlón y venenoso sobre nuestra fe, el cierre de nuestra iglesia por normativas obsoletas y anticonstitucionales o acaso un problema económico; también se trata a veces de un desarreglo emocional, algo que nos cuesta digerir en nuestro interior, o un hábito perjudicial y adictivo que nos atrapa en sus fauces y nos vuelve dependientes del mismo, e incluso una dolencia física que no remite (muchas veces producida como reflejo de todo lo anterior). Cada una de esas circunstancias se nos representa como un puñetazo constante en nuestro diario vivir, que nos mina la capacidad de seguir adelante. Y llegamos al punto en el que, como el entrenador preocupado por su pupilo cuasi derrotado, queremos arrojar la toalla inmediatamente y que todo se acabe. Muchos hemos hecho nuestra la frase de Groucho en esos duros momentos: ¡Que se pare el mundo, que yo me bajo!
Alguien me dijo una vez una frase sencilla, pero sabia: lo importante no es caer o no caer, lo importante es lo rápido que te levantes de tu caída. Así como el boxeador sabe que si cae, tiene diez segundos para levantarse, nosotros debemos tener la rapidez mental y espiritual de levantarnos lo más rápido posible, dejando atrás toda adversidad o, simplemente, poniéndola en las manos de Dios para que Él la solucione a su tiempo o nos dé la paciencia y las fuerzas necesarias para superar la prueba. Las circunstancias nos pueden tumbar, pero no destruir, si somos conscientes que Dios está a nuestro lado. Él pelea por nosotros.
Podemos y debemos recordar (y grabarnos a fuego, si fuera posible, pues tatuárnoslo sería harto imposible, no tenemos tanta piel) que Cristo ha vencido al mundo y a la aflicción que en él hay (Juan 16:33), que si Él está con nosotros, quién o qué podrá contra nosotros (Romanos 8:31), que mayor es el que está en nosotros que el que está en el mundo (1ª Juan 4:4), que ningún arma prosperará contra nosotros (Isaías 54:17) y que el Señor nos defiende en todo (Salmo 34:7), por no citar otro millón de promesas en las que Dios mismo nos alienta a levantarnos y a confiar en Él. El diablo ha venido para robar, matar y destruir y es verdad que Satanás no juega a indios y vaqueros sino que tira a matar, pero Cristo está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo y vino para que tuviésemos una vida en abundancia. Pablo, el apóstol, hablaba al final de sus días en la Tierra de que había peleado la buena batalla. No se me ocurre mejor manera de interpretar esa aparente antítesis de términos, “buena” y “batalla”, que pensar que la única batalla buena es la que ya está ganada de antemano, sin pelear, sin sudar, sin ponernos nerviosos. Esa es la batalla de la vida, la batalla contra el mal, la que Jesucristo ya peleó y ganó en una cruz, habiendo pasado antes por todas las tentaciones posibles y habiéndolas resistido todas sin pecar para darnos acceso, pase VIP, al backstage y al frontline de su Reino sin fin.
Tenemos a Dios, tenemos la batalla ganada, tenemos las herramientas para no olvidarlo: Su palabra, la oración, los otros hermanos que forman la iglesia y hasta las cicatrices físicas o emocionales, marca de la sanidad completa que Cristo nos ha proporcionado en avatares pasados y vencidos ya. Si caemos, correremos a levantarnos de nuevo, porque en Jesús está la victoria.
Fade in. Suena “Champion of the world”, el himno de Noel Richards que desafió en Wembley a la más famosa canción de los “Queen”. La gente ruge; ante nosotros, un inmenso mar de cristal, una ciudad dorada con puertas perladas. Todos aclamamos al Rey y gritamos su nombre hasta el infinito. Hay un fragor de batimiento de palmas, una calidez como sólo se siente en el hogar y un Amor que lo invade todo. No hacen falta focos, una Luz que lo llena todo invade a los millones de millones de personas que doblamos nuestras rodillas justo cuando en medio de esa Luz se levanta del trono el Salvador. Sólo hay Uno, sólo queda Jesús. Hemos ganado, ya no hay más combate, sólo el torrente ensordecedoramente bello de una adoración agradecida y eterna.
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