El milagro, en su definición clásica de intervención sobrenatural de Dios, rompe con el destino del hombre y la mujer, abre nuestro futuro a la gracia redentora, al perdón inexplicable y a la locura de un amor sorpresivo.
Después de la transgresión de Adán y Eva, Dios estableció nuevas reglas para este a veces alegre, a veces pesado juego que es la vida. Ante una situación no planeada, hombre y mujer se sintieron desprotegidos, temerosos, confundidos y sin saber cómo continuar. Las palabras registradas en Génesis 3,16-20 son las pautas que Dios establece para la nueva condición humana y un buen pivote para reflexionar sobre cómo afrontar acordes al evangelio un año que inicia.
Ambas declaraciones divinas, una dirigida a la mujer y otra al hombre, son paralelas y bien pueden seccionarse en dos partes perfectamente distinguibles. La primera tiene que ver directamente con la fertilidad tanto femenina como de la tierra mientras que la segunda alude a los modos en que nos relacionamos unas con otros.
Contra lo imposible
A la mujer le dijo: Multiplicaré tus dolores en el parto, y darás a luz a tus hijos con dolor (3,16a).
Al hombre le dijo: Por cuanto le hiciste caso a tu mujer, y comiste del árbol del que te prohibí comer, ¡maldita será la tierra por tu culpa! Con penosos trabajos comerás de ella todos los días de tu vida. La tierra te producirá cardos y espinas, y comerás hierbas silvestres (3,17-18).
La procreación y la fecundidad se entienden hoy como actividades naturales al ser humano. Así lo creían también los redactores sacerdotales del Génesis. Sin embargo, éstos notaron que tanto la fructificación humana como de la tierra estaba empañada por el pecado, aquello que tradicionalmente hemos denominado “la caída”.
Esta desviación parece inmanente a la vida: una cruz que hay que cargar. Es el destino. O los hados, como creían los antiguos griegos. No obstante, la encarnación de Jesús –su vida, muerte y resurrección– nos desafía a evitar una resignación apocada a la “soberanía divina” ante las enfermedades, o experiencias más cotidianas –no menos dolorosas para algunas mujeres– como la menstruación, o los infaustos accidentes en medios de transporte; a evadir la terca empresa de cazar culpables, y a moldear nuestra actitud con base en una confianza plena en Dios y una dependencia absoluta de su gracia.
El orden del mundo bajo el pecado es trastornado y vencido por la persona y los hechos de Jesucristo. Aun estas situaciones que lucen fatídicas, Jesús las afronta de manera creativa y liberadora. La historia de la mujer con flujo de sangre nos enseña bien el comportamiento del Mesías ante los dolores del cuerpo de una mujer (Lc. 8,43-48). Cuando ella se acerca a Jesús, lo hace con una fe abierta a lo imposible: ya los curanderos habían agotado todos sus remedios.
El milagro, en su definición clásica de intervención sobrenatural de Dios, rompe con el destino del hombre y la mujer, abre nuestro futuro a la gracia redentora, al perdón inexplicable y a la locura de un amor sorpresivo.
Algo semejante ocurrirá con la tierra que produce cardos y espinas. Aunque en un sentido metafórico, Juan el bautista ya anuncia que el Mesías llegará con el aventador en su mano “y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en fuego que nunca se apagará” (Mt. 3,12). La parábola del trigo y la cizaña ilustra la misma verdad: sólo al Dios Trino le corresponde renovar la tierra (entendida ésta en sentido literal y escatológico).
Además, la curación de la mujer con flujo de sangre es un acto de humanización y dignificación de una mujer estigmatizada como impura por la sociedad de su tiempo.
Y, si bien el milagro requiere la apertura de la fe, también nos mueve a gestos de empatía, solidaridad y ternura para con las y los que se duelen y padecen rechazo y marginación, así como a un comportamiento responsable y cariñoso con la naturaleza que combata y resista la sobreexplotación de los recursos.
Relaciones transformadas
A la mujer le dijo: Desearás a tu marido y él te dominará. (3,16b)
Al hombre le dijo: Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al polvo volverás. (Génesis 3,19)
La segunda parte de las reglas que Dios dirige al hombre y la mujer tiene que ver ya no con asuntos fatales sino con el cómo se construyen las relaciones hombre-mujer y persona-naturaleza. El que estas palabras aparezcan en la Biblia no constituye un pretexto para seguir preservando relaciones desiguales y violentas. El texto bíblico confirma nuestra condición pero anuncia una posibilidad distinta.
El libro de Cantares, siguiendo la interpretación clásica de Phyllis Trible y el sesudo estudio de André Lacoque, es una relectura de Génesis 2 y 3 donde las puertas del jardín edénico vuelven a abrirse para el hombre y la mujer que se comprometen y entregan mutuamente en una relación donde el deseo, que poseen ambos, remplaza al poder y al dominio y se convierte en un cimiento del juego amoroso.
La relación con la tierra también se ha pervertido y provoca fatiga y estrés en la persona, y muerte y deterioro en la naturaleza. Es necesario repensar y corregir los modos de producción y el nivel de consumo a fin de generar una convivencia más justa y amigable con nuestro entorno.
La declaración “polvo eres y al polvo volverás” vuelve a presentarse como un destino inexorable. Sin embargo, es Jesucristo quien abre una nueva posibilidad: la resurrección de los cuerpos: el agotamiento del polvo en pos de la plenitud de la vida.
Este nuevo año que ya inicia nos enfrentará a situaciones que no podremos explicar lógica ni racionalmente a las que deberemos responder con fe y solidaridad; y cada día será una oportunidad para que nuestras relaciones con la familia, con los amigos, con la iglesia y con los extraños, se vertebren en amor, ternura, amistad, humildad y justicia.
¡Nuestro Señor Jesús va con nosotras y nosotros!
Para Andy y Ruti, que comparten dolores
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